El pasado 17 de abril se presentaba La Circular, la revista del Instituto 25 de Mayo impulsado por Podemos y dirigido por su número dos, Iñigo Errejón. Una nueva publicación que seguro va a servir para conocer mejor en qué consiste “la apertura plebeya y constituyente” de la que hablan los dirigentes del nuevo partido y cuáles son sus fundamentos teórico-políticos.

El primer número arranca con una nota central de Errejón, que lleva por título “Crisis de régimen y hegemonía”. El artículo explica las razones de la crisis del Régimen del 78: sus orígenes, sus éxitos y las raíces de la quiebra del consenso de la Transición. No profundiza en plantear el cómo y con qué superarlo, pero es muy clarificador de a qué se refieren los ideólogos de Podemos cuando hablan de revolución democrática.

Errejón se cuestiona hasta qué punto la Transición puede ser considerada como una “revolución pasiva”. Acude a una categoría gramsciana con un significado ambivalente. El marxista italiano la empleó para procesos tan diversos como la unificación italiana, el advenimiento de la república de Weimar, el desarrollo del americanismo-fordismo en EEUU durante la primera posguerra o incluso se la llegó a plantear para analizar el fascismo de Mussolini y su intento de crear un nuevo consenso social reaccionario. Sin embargo en ningún caso Gramsci consideró a ninguno de estos tres procesos como equivalentes.

Como bien explican Fernando Rosso y Juan Dal Maso en “Revolución pasiva, revolución permanente y hegemonía” las revoluciones pasivas del siglo XIX tenían para Gramsci un carácter dual. Por un lado resolvían demandas democráticas progresivas contra el orden feudal declinante, como la unificación nacional italiana, pero lo hacían por métodos conservadores y actuando como un bloqueo a la dinámica revolucionaria y dejando por tanto en el tintero demandas fundamentales como la reforma agraria. En el siglo XX, terminada la lucha de la burguesía contra la sociedad feudal, el único elemento que sobrevive es el reaccionario. La “revolución pasiva” aparece como un mecanismo para evitar la revolución social. El Estado se reforma para integrar, sin resolver, algunas de las demandas de los sectores populares. Gramsci de hecho la designará también como una “revolución-restauración”. El modelo de Weimar, nacido sobre la derrota de la revolución alemana de 1918, será el nuevo gatopardismo del siglo XX, esta vez reaccionario en toda la línea. Weimar no avanzaba en resolver ninguna de las tareas democráticas y sociales que habían planteado la revolución sofocada con la ayuda de los socialdemócratas. Aparecía como el penúltimo andamiaje del imperialismo alemán contra la amenaza de la revolución obrera.

En plena época imperialista una “revolución pasiva” capaz de llevar adelante tareas progresivas sólo podría ser proletaria. Como plantearon Emilio Albamonte y Manolo Romano en “Trotsky y Gramsci. Convergencias y divergencias” los procesos de expropiación a la burguesía y constitución de Estados obreros deformados llevados a delante por el Ejército Rojo en la segunda posguerra son lo más parecido al caso del Risorgimento italiano de finales del siglo XIX. Por un lado llevaron adelante tareas progresivas como el cambio de las relaciones de producción, pero por el otro bloqueaban el surgimiento de organismo de auto-gobierno obrero, la extensión internacional de la revolución y fortalecían el principal bloqueo a la dinámica permanente de la revolución en el siglo XX, el estalinismo.

Si aceptamos la propuesta de categorización de Errejón, la Transición española se podría incluir en el modelo de “revolución-restauración” de Weimar. Un tipo de “revolución pasiva” generalizado después de la segunda guerra mundial en los países centrales por medio de las democracias imperialistas del Estado del Bienestar. Hacia ahí apunta la descripción que hace del proceso el mismo Errejón al explicar como el “Estado (…) se transforma -no hace un simple lavado de cara, no es un engaño-, de tal manera que las gentes del común pueden esperar más del orden existente a cambio de renunciar a una buena parte de los objetivos de los sectores más avanzados, de los sectores más rupturistas”.

La “revolución pasiva” del 78 de la que nos habla Errejón no resolvió ninguna demanda democrático estructural. Mantuvo la negación del derecho de autodeterminación de las nacionalidades, la Corona, la vinculación entre la Iglesia y el Estado, desarrolló una democracia representativa anclada a un sistema bipartidista de turnos, dejó intacto todo el aparato represivo de la dictadura… y abrió el camino al descargue de la crisis económica sobre los trabajadores en forma de desempleo de masas de los 80. Esas eran las demandas rupturistas a las que se renunciaba. Como ya planteé en el artículo “De vuelta con la ruptura democrática”, la estrategia de casi toda la oposición de los 70 se mostró una ilusión en tanto y cuanto se aspiraba a realizar estas demandas democráticas sin llevar adelante una ruptura con el capitalismo, y en alianza con sectores de la burguesía democrática que ya empezaba a cambiar de chaqueta. Estaríamos entonces ante un proceso de restauración por arriba en toda la línea, llevado adelante por medio de ciertas transformaciones en el aparato del Estado para bloquear toda posibilidad de emergencia de una revolución por abajo y permitir pasar una ofensiva capitalista detrás de una legitimidad estatal renovada.

Tanto la de Weimar de 1919, como la IV República francesa de 1946 o la italiana de 1945 llevaron adelante transformaciones en el régimen político, la cooptación de las direcciones obreras -socialdemócratas en Alemania y los estalinistas franceses e italianos- y la concesión de reformas políticas y económicas destinadas a integrar y pasivizar a la clase obrera y los sectores populares. Unos habían hecho caer al Kaiser al calor de la revolución rusa, otros habían sido la pieza clave de la resistencia contra la ocupación nazi y conservaban las armas. En ambos casos el temor a una revolución que trastocara las bases sociales de la dominación capitalista fue el elemento que forzó la “revolución pasiva” como desvío.

Por lo tanto no se puede hacer un balance de aquellos procesos atendiendo exclusivamente a sus resultados de reforma. Es algo tentador para una buena parte de la izquierda reformista, más en el momento en que muchas de las conquistas obtenidas entonces son hoy el objetivo de la ofensiva austericida. Sin embargo en términos históricos es justo valorarlas por cuanto tuvieron de operativo para evitar una transformación profunda de la sociedad que no sólo apuntaba a resolver los grandes problemas democráticos y sociales del momento, sino que sobre todo atentaban contra el mantenimiento de un sistema social que siguió sembrando el siglo XX y lo que llevamos de XXI de guerras, miseria, desigualdad, explotación…

Si volvemos a la Transición, un balance de la misma debería partir de aquí. ¿Qué se quiso abortar? Errejón reconoce que el proceso fue “presidido por unas oligarquías que se remontan al franquismo y que se han mantenido intactas” y que necesitó de la “cooptación de una buena parte de los líderes más destacados en el ámbito cultural, intelectual y político de la época”. Sin embargo no explica en qué momento y bajo qué condiciones, “las gentes del común” tomaron la decisión de renunciar a los objetivos más rupturistas para llevar adelante su inclusión en el nuevo régimen. Una renuncia que tuvo mucho de imposición, tanto desde las “oligarquías” con mano dura y ruido de sables, como desde los “líderes” en camino de ser cooptados que jugaron un rol fundamental para imponer “la vuelta al trabajo” y “la salida de la calle”. De hecho el mismo concepto de cooptación -o “transformismo” si usamos la categoría gramsciana- se refiere a eso, a la capacidad de las elites franquistas de atraer e integrar hacia sus posiciones e intereses a los dirigentes de la oposición, separándolos de las posiciones e intereses de quienes representaban.

Errejón critica la visión liberal de que cualquier “noción de pueblo o de masa es inmediatamente animalesca, irracional e infantil”. Sin embargo él mismo pasa casi por alto el ascenso de luchas obreras y sociales de la mitad de los 70, y establece una relación mecánica entre éste y las mediaciones políticas en vías de cooptación. No hay para él contradicción entre lo que éstas pactaron – las demandas “rupturistas” que se dejaron en el olvido – y las aspiraciones de “las gentes del común”. En la “irrupción plebeya” de la que le gusta hablar a Errejón el sujeto pasan a ser los “líderes” que saben aprovechar la posibilidad de cambio, y los de abajo se convierten en mera base de maniobra. Pasa por alto que el rol del “transformismo” de los líderes es necesariamente una traición a las aspiraciones e intereses de los de abajo.

Por ello remarca que la Transición no se trató de un “engaño” sino más bien una conquista, un nuevo “pacto social”, que permitió “la inclusión de los sectores subalternos al orden” durante cerca de 30 años y avances en derechos políticos y económicos. Fueron Carrillo y los dirigentes de la oposición los que supieron leer la situación y hasta donde debía llegarse. Acabar con el ascenso de luchas obreras y populares iniciado en el invierno del 75-76, desarticular el activismo obrero y guardar silencio ante los golpes represivos de Suárez contra los sectores de vanguardia, iban a ser los medios necesarios para imponer la “revolución-restauración” que cerraba el paso a otras posibles salidas más rupturistas con el régimen político y el sistema social.

Negar la posibilidad de cualquier otra salida a la crisis de la dictadura que la que se terminó dando, le ayuda a hacer un balance del Régimen del ‘78 bastante edulcorado. Para Errejón esta “revolución pasiva” del 78 creó un nuevo consenso. Una nueva ordenación política estable en el que viejas “oligarquías” y los nuevos “líderes” cooptados se repartían los papeles, y los de abajo lograban una estable integración en base a dos pilares reaccionarios. Por un lado la posibilidad de ascenso social individual en base al rol del capitalismo inmobiliario -tener un piso en propiedad que se revalorizaba- y por el otro la indiferencia ante los problemas sociales y el aglutinante de la unidad contra el terrorismo de ETA. Esta definición ya resultaría suficientemente ilustrativa de que nada de progresivo tuvo la Transición, sin embargo no se hallará en el texto de Errejón algo que así lo apunte.

Sería posible, y recomendable, problematizar un poco más las bases del consenso de la Transición. Seguramente el mismo Errejón podría encontrar muchos más puntos de apoyo al éxito del régimen nacido en 1978. Podríamos hablar del rol del tardío Estado del Bienestar o la mejora de las condiciones de vida de algunos sectores de la clase trabajadora en la industria y el sector público. Sin duda conquistas importantes, pero que no olvidemos, concedidas ante el temor de “los de arriba” de perderlo todo, de que se abriera la posibilidad de una resolución de fondo de los grandes problemas democráticos y sociales.

Sin embargo también convendría revisar las “exclusiones”: los millones de jóvenes abocados a la precariedad por las reformas laborales socialistas y populares, los cuatro millones de inmigrantes condenados a ser ciudadanos de segunda, los cientos de miles de vascos sometidos a la guerra sucia y las leyes anti-terroristas… Esto solo si queremos rescindir nuestra visión a nuestras fronteras. Sería muy difícil explicar los 30 años de “éxito” sin la expansión de las multinacionales españolas en el extranjero, especialmente en América Latina, y su rol en el expolio que llevó al ascenso de luchas populares a comienzos del siglo XXI. Sin duda el Régimen del 78 alcanzó una estabilización importante, pero sobre cada vez más cabezas.

Lo mismo ocurre para analizar por donde comienza a desquebrajarse ese “bloque histórico” como lo categoriza Errejón. Reduce su crisis al problema de acceso a la vivienda como símbolo del cierre del ascenso social y a la desafección política creciente por la corrupción. Todo fruto de una ofensiva de “los de arriba” que ha roto el consenso de estas tres décadas. De igual forma reduce la reacción popular a querer “reivindicar unas mínimas condiciones de vida y unas reglas que, sean las que sean, garanticen que los de arriba no actúen impunemente”.

Un análisis cuanto menos simplificado que sirve de base para un “programa” también reducido respecto a lo que hemos podido ver en las cientos de miles de muestras de indignación que han recorrido el país desde el 2011. El “no nos representan” del 15M atacaba a un régimen que se desnudó desde 2008 como el equipo gerente de la banca y el IBEX35 que dictaba las reformas a Zapatero, y del que la corrupción es la cara más visible. La crisis de representación se extendió a otras instituciones, entre ellas la misma Corona, hasta el punto de forzar un recambio del Jefe del Estadio para atajarla. El modelo de Estado hace aguas con la emergencia de la cuestión catalana. El descargue de la crisis sobre la clase trabajadora ha encarado importantes respuestas obreras, aunque todavía encuentran en la burocracia sindical un corsé mortal para seguir desarrollándose.

La crisis del Régimen del 78 que arrancó hace cuatro años ha abierto una nueva “ventana de oportunidad” como acostumbra a decir Errejón, pero más grande que la que él apuesta. Ésta devuelve la posibilidad de retomar gran parte de la agenda democrática rupturista dejada de lado hace 37 años: acabar con la Monarquía, conquistar el derecho de autodeterminación de las nacionalidades, conseguir la separación de la Iglesia y el Estado, acabar con un aparato judicial y policial que hunde sus raíces en la Dictadura y con las todas las “castas” nacidas al calor de tres décadas de democracia para ricos. Y también, combatiendo a la burocracia sindical mediante, se abre la oportunidad de poder imponer un programa para que la crisis la paguen los capitalistas, con medidas como el reparto de las horas de trabajo, la nacionalización de la banca, las empresas estratégicas y las viviendas de los especuladores, impuestos confiscatorios a las grandes fortunas o la expropiación bajo el control de los trabajadores de todas las empresas que cierren o despidan.

Lamentablemente quienes se postulan como “líderes” del proceso de cambio siguen tratando de reducir la agenda. Y esto no sólo lo digo por el artículo en cuestión. El relego a un segundo plano la cuestión catalana o los acercamientos a la Casa Real son dos renuncias programáticas ya asentadas por la dirección de Podemos, a la que le siguen otras tantas en materia de deuda, pensiones o prestaciones como la renta básica.

Errejón concluye su artículo describiendo tres salidas posibles a la actual crisis. Una profundización del austericidio y la transformación en un “régimen liberal electoral postdemocrático”. Una poco probable reforma controlada del régimen de parte de sus actuales agentes. Y por último “la tercera sería la posibilidad ?todavía difícil, pero felizmente posible por primera vez en dos o tres décadas? de construir una voluntad popular nueva que, en un equilibrio de poderes siempre incierto y, por tanto, siempre sin garantías, dé lugar a una apertura plebeya y constituyente”. Una formulación poco concreta pero que, en el marco del conjunto del artículo, parece apuntar a la apuesta por una nueva “revolución pasiva” que reintegre lo plebeyo en el Estado como lograran en el 78 las viejas “oligarquías” y los nuevos “lideres” en proceso de cooptación.

La lectura que hace Errejón de la Transición y la crisis del Régimen del 78 es ilustrativa del trasfondo restaurador del Estado capitalista que encierra el proyecto político de Podemos. Se hace uso de una categoría gramsciana pero para adoptar una estrategia opuesta. Gramsci hablaba de la “revolución pasiva” como una “revolución-restauración”, es decir como una posible respuesta reaccionaria para crear las bases de un “nuevo conformismo” y bloquear la posibilidad de la revolución. Lo que el revolucionario italiano identificaba como un obstáculo a sortear, Errejón lo asume como la estrategia del cambio.

El elemento más favorable hasta el momento para una salida de este tipo es el menor desarrollo de la movilización obrera y popular que en los 70. En ello juegan un rol central la burocracia sindical que ha bloqueado hasta el momento que la clase trabajadora emerja en la arena con sus propios métodos de lucha y pudiendo actuar como polo hegemónico de los sectores populares. Sobre un escenario menos convulso, el abandono de “los objetivos de los sectores más avanzados, de los sectores más rupturistas” ya es un hecho en el programa de la nueva formación y la estrategia electoral para conseguir un “gobierno decente”.

El riesgo de que se imponga una nueva “revolución-restauración” como la del 78 está inscrito en la situación. Sin embargo en el marco de una crisis capitalista mundial no cerrada y el retroceso internacional del capitalismo español, el carácter de una “revolución-restauración” en el siglo XXI puede ser mucho más precario. Por lo tanto un proyecto que busque editar una segunda Transición encontrará muchas más dificultades para encontrar “pegamentos” para ese nuevo consenso tan sólidos y duraderos como los que han dado al Régimen del 78 tres décadas de estabilidad reaccionaria. Además quienes se proponen hoy como posibilitadores de un proceso así desde los de abajo son organizaciones nuevas de un carácter eminentemente electoral, sin una implantación estructurada en la clase trabajadora u otros sectores sociales, muy lejos de la capacidad de dirección y maniobra del PCE en los ‘70, firmemente anclado en el movimiento obrero, estudiantil y vecinal.

Esto abre una oportunidad para ir forjando una alternativa que ponga el norte no en la recomposición del orden sobre un nuevo consenso entre “los de arriba” y “los de abajo”, sino en una salida que resuelva las demandas democráticas “rupturistas” y los grandes problemas sociales. Una salida, que como mostraron todas las experiencias de “revolución-restauración” del siglo XX, no puede ser llevada adelante dentro de los regímenes burgueses y respetando la propiedad capitalista. Está también inscrito en la situación la posibilidad y necesidad de construir un proyecto político que trabaje por reorganizar al movimiento obrero, participar de sus combates, recuperar sus organizaciones de las manos de la burocracia sindical y dotarle de una estrategia opuesta a la de la “revolución pasiva” que propone Errejón y la dirección de Podemos. Un proyecto que se proponga la irrupción de los sectores subalternos, con los trabajadores a la cabeza, para imponer un verdadero proceso constituyente sobre las ruinas de lo viejo, que abra camino a un gobierno de los trabajadores y los sectores populares.

Publicado por Santiago Lupe

Santiago Lupe | @SantiagoLupeBCN :: Barcelona

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