Desarrollada entre el 5 y el 10 de junio de 1967, la Guerra de los Seis Días constituyó un antes y un después en la relaciones geopolíticas de Medio Oriente.

La aplastante victoria del Estado de Israel sobre los ejércitos de Egipto, Siria, Jordania e Irak, dio bríos desatados al expansionismo colonialista mediante la ocupación de 45.000 km2 de tierras árabes. De ese modo, el Estado sionista se apropió de la franja de Gaza, Cisjordania, Jerusalén oriental, los Altos del Golán y la península del Sinaí, consolidando la base de su existencia diecinueve anos después de la Nakba. Ese punto de inflexión fue severamente cuestionado por infinidad de personalidades e intelectuales del mundo liberal y progresista que pasaron de defender la “democracia” del Estado judío a acusar el guerrerismo premeditado contra los pueblos árabes en pos de una “gran Israel” como la nueva “Prusia de Medio Oriente”.

Amén de las escaramuzas libradas en años anteriores, el factor determinante que sirvió para justificar la ofensiva sionista fulminante fue la resolución adoptada por Egipto en tanto Estado soberano de expulsar a la Fuerza de Emergencia de la ONU. Esas tropas se hallaban estacionadas en la península del Sinaí como resultado del armisticio celebrado tras la Guerra de Suez en 1956, cuando Gran Bretaña, Francia y el Estado sionista invadieron Egipto producto de la nacionalización del Canal de Suez efectuada por el régimen nacionalista del general Gamal Abdel Nasser, que afectaba los intereses de esas potencias imperialistas. Con la arrogancia de un provocador, Nasser movilizó a la frontera siete divisiones del ejército con 10.000 soldados y 1.000 carros de combate y pocos días después dobló la apuesta y bloqueó el estrecho de Tirán, despertando un gran apoyo popular de masas, fundado en la gran simpatía por la causa nacional del pueblo palestino, que los regímenes nacionalistas árabes utilizaban en función de sus propias conveniencias.

Nasser había sido advertido previamente por sus socios de la URSS que el Estado sionista preparaba un ataque contra Siria, sin embargo el bloqueo del estrecho de Tirán fue objetado con una dura reprimenda. En su libro Los judíos no judíos el escritor Isaac Deutscher ilustraba con detalles que “el 26 de mayo, en plena noche (dos y media de la madrugada), el embajador soviético despertó a Nasser para comunicarle una seria advertencia: de ningún modo su ejército debía abrir el fuego. Nasser se inclinó. Obedeció tan bien que no solamente no inició las hostilidades, sino que ni llegó a tomar ninguna precaución contra la eventualidad de un ataque israelí; dejó los aeropuertos sin protección, y los aviones en tierra, sin siquiera camuflarlos. Ni siquiera intentó minar el estrecho de Tirán o instalar algunas ametralladoras sobre la costa, según descubrieron después los israelíes con gran sorpresa”.

Exagerando las consecuencias sobre su economía, el Estado mayor hebreo consideró unilateralmente la actitud de Nasser tomándola como una declaración de guerra, y paso seguido planificó la ofensiva con los asesinos más selectos que pasaron a la posteridad como “grandes estadistas”: los generales Moshé Dayán, Ariel Sharón, Uzi Narkis, Israel Tal, Mordejai Hod e Izjak Rabín, carnicero de la Nakba y futuro gestor de la “paz” fraudulenta de los Acuerdos de Oslo. La guerra relámpago (blietzkrieg) lanzada por los generales israelíes contaba con dos ventajas estratégicas adicionales a la desidia de Nasser: superioridad armamentística decisiva e información exhaustiva de la localización de las bases militares y los aviones de combate.

Durante el primer día de guerra, las tropas israelíes avanzaron sobre Egipto y destruyeron 13 bases militares, 23 estaciones de radar y más de la mitad de los aviones de combate, adquiriendo plena superioridad en el combate aéreo. Simultáneamente, los israelíes atacaron por tierra a Jordania, que ofreció gran resistencia, arrastrada a la guerra por la presión de las masas a pesar de la voluntad del rey Hussein, el ultra reaccionario y mandamás de la monarquía hachemita que se mantuvo “neutral” ante el establecimiento del Estado de Israel en 1948 (en 1970 consumó un baño de sangre contra el pueblo palestino en el llamado Septiembre Negro). Ante la inestabilidad de Hussein a principios de 1967, el entonces premier israelí, David Levy Eshkol, declaró que en caso de ser derribado por un “golpe nasserista” invadiría Jordania.

Ya en el segundo día, los soldados israelíes ocuparon la franja de Gaza en tanto Sharon y Tal tomaban posiciones en Umm Qatif y El Arish, pero en el tercer día la Armada israelí rompió fácilmente el bloqueo del estrecho de Tirán, garantizando así la vía marítima entre el Golfo Pérsico y el continente europeo, utilizada por las grandes multinacionales petroleras. Al mismo tiempo, el ejército israelí invadió la Ciudad Vieja de Jerusalén oriental, sembrando el terror entre la población civil palestina, agigantado días más tarde por la entrada del rabino jefe del Ejército, Shlomo Goren, quien a punta de pistola tomó por asalto la Explanada de las Mezquita (uno de los sitios más sagrados para la religión musulmana).

En el cuarto día de conflagración, Egipto se vio obligado a acordar una tregua que permitió la unificación de los comandos israelíes en desmedro de Siria, la que no tuvo más remedio que soportar una campaña concentrada. La deficiencia armamentística y la falta de fluidez de un sistema de comunicaciones entre los tanques y las unidades de artillería certificaron su rápida derrota, incluso antes de la intervención del ejército iraquí. El saldo de la guerra terminó con más de 15.000 bajas en los ejércitos árabes, cuantiosas pérdidas materiales, contra apenas 679 israelíes muertos.

La humillante derrota hirió de muerte al nacionalismo árabe, sostenido por el nasserismo y el partido Baath en Siria e Irak. El desarrollo de esos regímenes nacionalistas se fundaba sobre la debilidad del imperialismo británico y francés a la salida de la Segunda Guerra Mundial, y el rol de la URSS como dique de contención de una radicalización política y colaborador de EE.UU incluso en la Guerra Fría. Sobre la base de la nacionalización de algunas empresas extranjeras y promesas vagas de una reforma agraria, estos regímenes se apoyaban en la movilización de los sindicatos y las organizaciones campesinas para regatear una porción de la renta nacional al gran capital imperialista, con la presunta meta de un trasnochado “socialismo nacional”. Sin embargo, a la hora de enfrentar seria y decididamente al gendarme del imperialismo, esos regímenes bonapartistas demostraron su entera desidia e impotencia que dieron lugar a un giro a derecha, cuando tiempo después, en 1979, Egipto terminó reconociendo al Estado de Israel en los Acuerdos de Camp David a cambio de la devolución de la península del Sinaí, seguido de Jordania que selló un tratado de paz en 1994.

El mito sobre la “invulnerabilidad” del Estado sionista pronto fue refutado, tras la Guerra de Yom Kipur de 1973, al ser sorprendido por los ejércitos de Egipto y Siria, que detuvieron su marcha, subordinados a los dictados de EE.UU. y la URSS. De forma más concluyente, en la Segunda Guerra del Líbano de 2006 las milicias de Hezbollah pusieron en ascuas a las tropas israelíes, disolviendo de una vez su aura “invencible”.

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