El resultado electoral, según datos oficiales publicados hasta ahora, arrojó un contundente triunfo para la oposición derechista. El MUD se habría adjudicado 99 escaños de los 167 en disputa. El chavismo obtendría sólo 46 bancas y quedarían por dirimir unos 22 escaños, con lo que la oposición podría conquistar una mayoría de 3/5 e incluso de 2/3 en la Asamblea nacional y redoblar su presión.

 

Esta seria derrota electoral, tras 16 años de hegemonía chavista, es un duro golpe político para Maduro y el oficialismo en su conjunto y abre una nueva fase en el cuadro de crisis económica y política que marca la declinación del chavismo. Está por verse, en las próximas semanas cómo se reacomodan gobierno y oposición de cara a la nueva composición de la Asamblea Nacional con mayoría opositora, si bien cabe recordar que las instituciones de la República Bolivariana reservan amplias facultades para la presidencia, dentro de los rasgos fuertemente bonapartistas del régimen.

El debilitamiento político de Maduro, las divisiones del oficialismo y la erosión de su base social, al mismo tiempo que la oposición tiene divisiones internas, abre un escenario de incertidumbre en el que un factor a considerar será la posición de las influyentes Fuerzas Armadas.

Los camaradas de nuestra organización hermana en Venezuela, la Liga de Trabajadores por el Socialismo, dieron un primer análisis de la situación. Es obvio que las secuelas del 6D representan no sólo un punto de inflexión en la situación venezolana sino también un factor influyente en el cuadro latinoamericano.

Ecos internacionales

El imperialismo y la derecha continental saludaron el triunfo opositor por el que trabajaron abiertamente. En este marco, se insinúan dos variantes estratégicas sobre cómo aprovechar la conquista de una mayoría legislativa opositora: presionar a Maduro y buscar pactos con sectores del chavismo para una transición gradual, a lo que se inclinan los sectores de la derecha “renovada” como se postula Henrique Capriles (que declaró “no queremos una guerra”); y la línea más confrontativa, “destituyente”, de los seguidores de Leopoldo López, Corina machado, etc.

En una rápida revisión de algunos medios internacionales, en la mañana del día 7, es posible advertir estos matices.

La Unión Europea declaró desde Bruselas que “los venezolanos han votado por el cambio y pidió a todos los políticos que dialoguen y cooperen para hacer frente a los retos…” en consonancia con sectores de la oposición y elementos del chavismo disidente dispuestos a explorar “consensos mínimos”. En el Estado Español, mientras el Partido Popular apoya abiertamente al ala dura opositora, el socialdemócrata PSOE, también saludó que el triunfo opositor abra “una nueva etapa de futuro y esperanza”.

Por otra parte, desde Estados Unidos el conocido diario The Washington Post escribe que “La victoria de la coalición opositora sienta las bases para mayor confrontación y puede alentar un movimiento para alejar a Maduro del poder antes del final de su mandato en 2019”. Por su parte, The New York Times prevé que “La victoria altera significativamente el balance político en este profundamente dividido país y augura una lucha por el poder entre la largamente marginalizada oposición y el gobierno del Presidente Nicolás Maduro”, recogiendo declaraciones de líderes opositores como Enrique Ramos, quien afirma que “Hemos entrado en un período de transición” y también predice que “Maduro podría no llegar al final de su mandato en 2019 y podría ser removido por “medios constitucionales” como un referéndum revocatorio, un cambio en la Constitución o siendo forzado a renunciar”, lo que podría ser una hipótesis plausible para Washington.

Como contraparte, desde China, importante socio comercial y aliado político del gobierno de Maduro, declaró a través de voceros de su Ministerio de Relaciones Exteriores esperar que “se puedan mantener la estabilidad y el desarrollo nacionales” de Venezuela y reafirmó su disposición a seguir trabajando “para consolidar nuestra tradicional amistad y expandir nuestra cooperación en comercio y en otras áreas”, reflejando la estrategia de alianzas internacionales por la “multipolaridad” frente al imperialismo.

La reacción en los gobiernos latinoamericanos ha sido cautelosa. La situación venezolana es uno de los focos de disputa centrales a nivel regional, en la pugna entre el progresismo en retirada y la “nueva derecha” que trata de consolidar sus avances alentada por el triunfo de Macri en Argentina y por la descomposición del gobierno de Dilma en Brasil y la apertura del proceso de impeachment (destitución).

La derecha más recalcitrante, con referentes como Vargas Llosa, ex presidentes de dudosas credenciales democráticas como el neoliberal “Tuto” Quiroga, de Bolivia, el español Felipe González y otros, militaron por la oposición y trataron en vano de lograr una injerencia de la OEA, bloqueada por la oposición de la mayoría de los países sudamericanos.

El diario Folha de Sao Paulo señala que se trató de una “victoria arrasadora que reequilibra fuerzas en un país donde el gobierno chavista ejerce poder hegemónico desde hace 16 años” y que “el resultado del domingo es ampliamente visto como el rechazo en masa a un gobierno que, a pesar de las innegables conquistas sociales bajo la presidencia de Hugo Chávez (1999-2103) es responsabilizado por la degradación abrupta de las condiciones de vida”.

El gobierno de Dilma, que parece preferir un “equilibrio moderado” en Caracas, había rechazado las pretensiones del nuevo presidente argentino, Macri, de suspender a Venezuela del MERCOSUR hasta que se liberara a Leopoldo López y otros dirigentes derechistas condenados a penas de cárcel. Declaraciones de la nueva canciller argentina, Susana Malcorra, posteriores al triunfo del MUD parecen moderar esta línea, al admitir que “no hay motivos para aplicar la cláusula democrática a Venezuela”, lo cual no niega que la política del macrismo apunte a presionar y aislar a Venezuela, en consonancia con su línea de acercamiento y “relaciones fluidas” con Estados Unidos.

El 6D y el giro a derecha en Sudamérica

Obviamente, el éxito de la derecha venezolana es un impulso para la reacción continental. La crisis brasileña, el triunfo de Macri y el resultado del 6D son expresiones de un importante cambio en el tablero político sudamericano.

La relativa hegemonía progresista de la última década y media se está desintegrando. A lo largo de 2015, jalones del viraje reaccionario en la región fueron la recepción al “nuevo diálogo” que planteó Obama en la cumbre de Panamá, el posterior “deshielo” con Cuba que derivó en nuevos canales para la injerencia norteamericana en el proceso de restauración capitalista en la Isla, el proceso de “paz” en Colombia que avanza hacia la “rendición negociada” de la guerrilla, la adopción de unprograma de ajuste por Dilma, así como la apertura contra ella del proceso de impeachment, y el “cambio” a la centroderecha en Argentina.

Este viraje fue compartido y alentado por el curso de los propios gobiernos progresistas. El rumbo del gobierno de CFK en Argentina y su apuesta por el centro-derechista Scioli, como fracasado recambio prepararon el terreno para el ascenso de Macri. Las medidas antipopulares de Dilma y sus pactos con sectores oscurantistas de la política brasileña envalentonaron el avance de la derecha. En Venezuela, toda la política de Maduro desmoralizó y desmovilizó a amplios sectores obreros y populares y abonó el terreno para el éxito opositor.

No es casual que la nueva derecha pueda escudarse tras pretensiones de “cambio”.

Se lo habilitan nacionalistas y progresistas, que en más de una década de gobiernos que se proclamaron “populares”, no condujeron una “democratización real”, ni el “desarrollo e industrialización” ni la reconquista de la “soberanía” y la construcción de una “Patria grande” unida económica y políticamente. Por el contrario, al calor de los altos ingresos de la época de buenos precios para las materias primas, profundizaron el sesgo primario-exportador y extractivista de la economía, apostaron a la asociación con las transnacionales, protegieron a la banca, las empresas y terratenientes y siguieron pagando la deuda externa al imperialismo.

En suma, se limitaron a la “gestión progresista” del capitalismo dependiente latinoamericano, “realmente existente”. Con ello, preservaron el poder económico y social de la clase dominante, y contribuyeron a generar las condiciones para que esta pudiera aspirar a gobiernos con “personal político propio”.

Con el impacto de la crisis internacional, el crecimiento llegó a su fin y la posibilidad de sostener a la vez los planes sociales de contención de la pobreza y la buena marcha de los negocios capitalistas se agotó. La declinación y “fines de ciclo” kirchnerista, petista o chavista, con sus distintos ritmos y particularidades, está ligada a esto. Atados a los estrechos límites de su reformismo y a su carácter de clase, devinieron en administradores de la crisis. Cuando no adoptaron medidas directas de ajuste en función de los reclamos del capital, mantuvieron políticas inflacionarias que erosionan el nivel de vida obrero y popular y criminalizaron las huelgas obreras y reclamos populares.

Está por verse si la burguesía logra transformar los éxitos políticos derechistas en una nueva relación de fuerzas de clase como para imponer su reaccionario proyecto. Al intentar avanzar en sus ataques al pueblo trabajador puede terminar exacerbando la polarización social y chocar con una renovada resistencia obrera y popular.
Es que a diferencia de los 90, el avance conservador enfrenta a una clase obrera y sectores populares que han acumulado fuerzas y mantienen aspiraciones que están muy lejos de augurar un dócil sometimiento a los designios de la derecha y el imperialismo, como tampoco, a los “ajustes progresistas”.

Por una estrategia obrera independiente para enfrentar a los ataques capitalistas

Ante este horizonte, la preparación política de la resistencia obrera y popular necesita dotarse de un nuevo programa, para que la crisis la paguen los ricos y por la expulsión del imperialismo, pero también de un balance claro de las experiencias “posneoliberales”, delimitándose frente al kirchnerismo, el chavismo, el gobierno de Evo Morales, Correa, el PT o el Frente Amplio uruguayo. El apoyo al “mal menor” progresista significa contribuir a ocultar tras una cortina de humo el perverso mecanismo del cual se benefician las fuerzas de la reacción, gracias a los buenos oficios del progresismo, sea en funciones de gobierno, sea colaborando en la “gobernabilidad” desde la oposición.

Un nuevo cuadro de avances reaccionarios, polarización y posiblemente, mayores tensiones en la lucha de clases, coloca ante nuevos desafíos y replantea las tareas estratégicas de la izquierda socialista y de los trabajadores en América latina, en la perspectiva de que la clase obrera continental pueda encabezar la lucha contra el ajuste capitalista y el imperialismo.

Publicado por Eduardo Molina

Eduardo Molina :: Buenos Aires

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