El artículo de Pablo Iglesias en el portal Publico.es “Guerra de trincheras y estrategia electoral” es una función de la crisis que atraviesa Podemos a meses de las elecciones.
Fruto de los discursos cada vez más “ni de izquierda ni de derecha” promovidos por Iglesias en el intento de conquistar un electorado a la derecha, la caída en las encuestas y las elecciones en Andalucía mostraron un límite en el “momento populistas” del fenómeno Podemos. En la última semana, la renuncia de la dirección del cofundador de la organización, Juan Carlos Monedero, -quien dijo sentirse “defraudado por la partidocracia”, después de ser acusado de recibir 425 mil euros por servicios de asesoramiento a los gobiernos de Venezuela y Ecuador- incrementó la crisis entre Pablo Iglesias y su “número dos”, Iñigo Errejón.
Por primera vez, Iglesias se ve confrontado con el problema de ser “confundido exactamente con lo que quizo sustituir”, en palabras de Monedero, es decir, con el tradicional bipartidismo europeo entre liberales y conservadores que atraviesa una histórica crisis de representatividad. Es un hecho que Podemos no viene logrando aprovechar esta crisis como lo hizo el fenómeno reformista de Syriza en Grecia, m´sa bien viene participando de esa crisis. La serie de reflexiones de Iglesias apoyadas en Gramsci, un claro referente de la izquierda, aun cuando sean para justificar su política electoral reformista, da muestras de la necesidad de diferenciarse un poco del centro, lo que contrasta con sus últimas performances, como la foto con el rey Felipe VI, los aplausos al Papa Francisco, la moderación de su programa social, la entrevista con el embajador de Estados Unidos en España, con empresarios y fondos financieros, y con representantes de la casta del PSOE como Zapatero y Bono.
La crisis prematura de Podemos mueve a la cúpula a pensar en retomar el discurso “irreverente” de los comienzos del movimiento (antes de que Iglesias y Monedero anulen la participación efectiva de las bases de Podemos en la política), en búsqueda de un “proyecto político de irrupción plebeya” y de defensa de los derechos del Estdo de Bienestar de la segunda postguerra.
Nuestros amigos Juan Dal Maso y Fernando Rosso abordaron el debate con Iglesias desde la óptica de recuperación del pensamiento de Gramsci de la degradación sufrida por las “manos electorales” de Iglesias. Queremos abordar el tema abierto por Iglesias sobre los orígenes del debate sobre hegemonía, porque sin escucharse a sí mismo, confunde hegemonía con la conquista de votos para llegar para llegar al aparato del estado.
La disputa por la hegemonía es una disputa de clases
Pablo Iglesias dice que “a diferencia de lo que muchos piensan, Gramsci no idealizó el concepto de hegemonía, ya que estaba presente en las reflexiones de los socialistas rusos que Gramsci conoció, e incluso en algunos textos de la Internacional Comunista”. Ciertamente. Pero Iglesias “olvida” mencionar el sentido de este término en la tradición comunista, haciendo parecer que se asemeja al suyo, según el cual la hegemonía sería “una guerra entre jefes por la imposición de un relato”.
La idea de “hegemonía” fue una de las consignas políticas más enfatizadas en los debates del movimiento socialdemócrata ruso de 1908 hasta 1917, siendo utilizada por mencheviques y bolcheviques, las dos tendencias del POSDR, pequeñoburguesa y proletaria revolucionaria, respectivamente.
La idea, codificada primeramente por Plejanov en 1883-84, insistía en la necesidad de clase obrera rusa de presentar una lucha política, y no solo económica, contra el zarismo. Argumentando que la burguesía en Rusia era demasiado débil para tomar la iniciativa de la revolución democrático-burguesa (derribe del absolutismo y conquista de derechos democráticos republicanos), en 1889 enfatizó que “la libertad política sería conquistada por la clase obrera o no sería”, aun sin poner en duda la dominación capitalista en Rusia.
Esta “orientación totalmente nacional” que podrían adoptar los trabajadores rusos fue rápidamente abandonada por Plejanov y otros escritores mencheviques, y bajo el argumento de que tras la derrota en 1905 el zarismo había efectuado una transición del estado feudal al capitalismo, sugirieron una alianza entre los trabajadores y la burguesía liberal en los procesos revolucionarios anteriores a la primera revolución rusa. De hecho, significaba la subordinación de los trabajadores a la burguesía, que detendría el poder.
Lenin, que todavía adoptaba la fórmula de “dictadura democrática del proletariado y del campesinado” en 1905, denunció vivamente este abandono de la idea “hegemónica” del proletariado por parte de los mencheviques, en función de su subordinación a la burguesía. “Como única clase consistentemente revolucionaria de la sociedad contemporanea, la clase obrera debe ser la dirigente en la lucha de todo el pueblo por una revolución totalmente democrática, en la lucha de todo el pueblo trabajador y democrático contra los opresores y explotadores. El proletariado es revolucionario solo en la medida en que es conciente y torna efectiva la idea de su hegemonía”.
Los debates se desarrollaron durante toda la década de la represión zarista, y volvieron con fuerza en abril de 1917, cuando Lenin vuelve a Rusia cambiando su punto de vista, defendiendo ahora la necesidad de la “dictadura del proletariado” basada en los organismos democráticos de masas, los soviets. En 1918, polemizando contra los ataques de Karl Kautsky, mayor exponente del marxismo en la II Internacional hasta 1914, a la Revolución de Octubre, Lenin desarrolla otra vez la idea: “el proletariado es la clase de vanguardia de todos los oprimidos, el foco y el centro de todas las aspiraciones de todos los oprimidos a su emancipación”.
Antes y después de la toma del poder en Rusia, se trata para Lenin de reflejar cómo quebrar la hegemonía burguesa sobre las masas y sustituirlas por la hegemonía de los trabajadores organizados en cuanto clase dominante –su instrumento fue el Partido Bolchevique- como paso en el período de transición del capitalismo al comunismo.
A pesar de que es improbable que Gramsci haya conocido archivos y los debates anteriores en la socialdemocracia rusa sobre hegemonía, durante su estadía en Moscú en 1922-23 conoció las resoluciones de la Internacional Comunista y participó del Cuarto Congreso de 1922, antes de la burocratización stalinista de 1924. Eso influenció su abordaje a pesar de su subvaloración o incluso abandono del problema de la insurrección en occidente y la separación de la cuestión de la guerra de posición y de la guerra de movimiento, de que se sirve Iglesias para su trampa teórica.
Al contrario de lo que dice Iglesias, aun cuando Gramsci enfatiza la necesaria ascendencia cultural de los trabajadores sobre las clases aliadas, utilizó este concepto como la alianza de clase del proletariado con otros grupos explotados, sobre todo el campesinado: “Si no hay duda que la hegemonía es ético-política, también debe ser económica, debe basarse necesariamente en la función decisiva ejercida por el grupo dirigente en el núcleo decisivo de la actividad económica”.
Esto es parte de aquella “tradición ortodoxa” de la que Iglesias asumidamente se aleja, aproximándose de la manera programática de hacer política de la élite: una máquina de guerra electoral.
La hegemonía de Pablo y la nuestra
A pesar de la gran oportunidad abierta por la historia, estos debates de estrategia no están presentes en los discursos de estos fenómenos reformistas de masas en Europa, como Syriza y Podemos. Mucho menos la problemática de qué clase fundamental puede dar una salida progresista a la crisis mundial, o incluso el temario de la lucha de clases como motor de la historia, ¡en pleno cumpleaños del viejo Marx! Los años de neoliberalismo y restauración burguesa, por más golpeados que se encuentren en la realidad de la crisis mundial, conservan su “hegemonía” en los discrusos de Podemos y de Syriza.
Sin embargo, se nota como el debate de hegemonía era inseparable del problema de “qué clase triunfará?”, y en el caso de los bolcheviques Lenin y Trotsky, de saber por qué vías la clase trabajadora, única clase social revolucionaria en nuestra época, conquistará predomínio político sobre las amplias masas explotadas y oprimidas como “dirigente de los intereses de los explotados de toda la nación en todos los momentos de su vida política”, con una estrategia para destruir el poder instituido de los explotadores.
Muy distindo de los planteos de Iglesias, en los que la hegemonía aparece como “lucha entre jefes por el mejor relato”… para sostener una regeneración democrática en los marcos del Estado burgués -“la última experanza de los pueblos”, como dijo a Chantal Mouffe-, es decir, sin quebrar la hegemonía de la burguesía sobre las masas explotadas y los recursos económicos. El programa de “rescate de la ciudadanía, con empleo e innovación tecnológica” es un programa de pasivización de las fuerzas sociales, sin cuya movilización es imposible alterar la relación de fuerzas hegemónicas entre la clases.
Por lo tanto, la crisis de Podemos no es producto de su capacidad discursiva sino de la inconsistencia de su estrategia. Iglesias admite que el gran servicio “hegemónico” de Podemos es utilizar el lenguaje político para llamar “casta” a la elite española. Esta concepción, de infructífera búsqueda de transformaciones políticas y económicas sin la intervención de la clase trabajadora como sujeto político, no se diferencia del “posibilismo eurocomunista” que critica, ni de la moderación de un Partido Socialista (PSOE) que podría “haber ido muy lejos”.
Mientras se prepara para las elecciones, Podemos disputa “relatos hegemónicos” a la manera de los gobiernos posneoliberales de América Latina, hoy en crisis: asimilar pasivamente las masas a la democracia de los ricos, funcional a la recomposición de la hegemonía de aquellos que ya detienen el poder.