El martes 9 de diciembre se conoció un primer informe del Comité de Inteligencia del Senado norteamericano sobre la investigación del programa de interrogatorios de la CIA, llevado adelante entre 2001 y 2009, como parte de la llamada “guerra contra el terrorismo”. En algo más de 500 páginas se detallan no solo métodos aberrantes de tortura sino también el entramado político nacional e internacional que le dio legitimidad.
Submarino. “Walling” (que consiste en estrellar a una persona contra una pared). Golpes. Hidratación y alimentación rectal. Privación del sueño. Posiciones de estrés. Temperaturas extremas. Estas y otros crímenes atroces se pueden leer en el informe desclasificado del Comité de Inteligencia del Senado, apenas una décima parte de las 6500 páginas aun clasificadas, obtenidas a partir de la investigación de unas 6 millones de páginas de documentos de diversas agencias y departamentos del gobierno norteamericano, bajo la presidencia de George W. Bush. Además, nos enteramos de que la CIA contrató psicólogos a quienes les hizo un contrato por 180 millones de dólares, para que asesoraran sobre los métodos más adecuados de tortura psíquica para liquidar la voluntad de los detenidos y someterlos completamente a sus captores.
La lectura del catálogo de torturas a los que la CIA sometió a prisioneros sospechados de terroristas produce naturalmente una suerte de deja-vu por estas tierras. Los pueblos de América Latina sufrieron en carne propia el accionar de los dictadores en la década de 1970-1980, que como sabemos, se formaron en la academia de torturadores de la CIA, llamada “Escuela de las Américas”. Sin embargo, mientras que los militares latinoamericanos aplicaron los métodos de terrorismo de Estado contra una parte de la población nacional, la CIA los reserva, fundamentalmente, para ciudadanos extranjeros, a excepción por supuesto de resonados magnicidios como el asesinato del presidente Kennedy. En este caso se trata de musulmanes apresados en países como Pakistán, Afganistán o Gran Bretaña y torturados en cárceles clandestinas y bases militares fuera del territorio de Estados Unidos.
Se puede decir, con razón, que no hacía falta esperar este informe para saber que la tarea de la CIA es liquidar toda amenaza a los intereses norteamericanos en cualquier lugar del mundo. Creada por el presidente Truman en 1947 como una herramienta fundamental de la Guerra Fría y la “lucha contra el comunismo”, sus operaciones encubiertas son innumerables: golpe de estado contra Arbenz en Guatemala en 1954, la invasión a Cuba en Bahía de Cochinos en 1961, el asesinato del Che Guevara en Bolivia, el golpe contra Allende en Chile en 1973, armamento de los contra en Nicaragua para derrocar al Frente Sandinista en 1981, escándalo Irán-Contras, intervención en la guerra civil de El Salvador, o su rol en el sangriento Plan Cóndor, para dar solo algunos ejemplos de su accionar en América Latina.
A raíz de este escándalo, un medio dio a conocer una investigación que estima que hasta 1987, 6 millones de personas habían muerto como resultado de operaciones encubiertas de la CIA, lo que un exfuncionario del Departamento de Estado llamó el “holocausto americano”.
Indudablemente esto es así. Sin embargo, el temor es que, aun en forma limitada, esta exposición pública de los crímenes de Estados Unidos produzca un efecto potenciado de odio y, seguramente, de antinorteamericanismo en diversos lugares del mundo. Por eso el presidente Obama demoró más de dos años la publicación del reporte e hizo causa común con la CIA hasta último momento para censurarlo, a pesar de que el Comité que lo elaboró está presidido por una senadora demócrata.
No solo la revelación es escandalosa, sino también la hipocresía del Estado norteamericano, su personal político y los medios liberales “bienpensantes”.
Tanto en el Congreso como en los principales medios, uno de los argumentos de peso es que la tortura en realidad es ineficiente.
En la edición del 9 de diciembre, el diario New York Times publicó una editorial “políticamente correcta” repudiando el accionar terrorista del Estado, pidiendo que se juzgue a los responsables de estos crímenes. Llega incluso a denunciar el principal argumento que usó el gobierno de Bush para justificar la tortura como un método necesario para resguardar la seguridad nacional después de los atentados del 11S.
Lo que no dice es que medios como New York Times y Washington Post no solo fueron entusiastas propagandistas de las guerras de Irak y Afganistán bajo Bush, sino que recibieron y publicaron artículos basados en información de la CIA para demostrar la eficiencia de estos mismos métodos, para crear una corriente favorable a la tortura en el marco del trauma de los atentados contra el World Trade Center. Incluso desde las páginas de ese mismo diario, un columnista llama a Obama a “perdonar a Bush y a quienes torturaron”, como Gerald Ford hizo con Nixon luego del escándalo de Watergate.
El Comité de Inteligencia del Senado, que hasta enero tiene mayoría demócrata, condena las torturas diciendo que son ilegales e inmorales y acusa a la CIA de haber ocultado al Congreso el verdadero carácter brutal de sus “interrogatorios reforzados”. También denuncia a la benemérita Agencia por haber falseado la realidad, diciendo que estos métodos ayudaron a atrapar a terroristas –notablemente Bin Laden- y a “salvar vidas”, cuando después admitió que el problema con la tortura es que no dio ninguna información de inteligencia útil para la “guerra contra el terrorismo”.
Sin embargo, no nombra ni a un solo responsable político de esta banda de torturadores, empezando por el presidente George W. Bush que firmó la autorización para este tipo de interrogatorios días después de los atentados contra las torres gemelas. Tampoco hay siquiera un llamado a castigar estos crímenes aberrantes.
Los republicanos, como era de esperar, salieron abiertamente, a excepción de McCain, a defenestrar el informe, reivindicando todo lo actuado. El presidente Obama no disimuló y reconoció la “profunda deuda” que Estados Unidos tiene con la CIA antes de decir que las “técnicas” empleadas están en contra de los “valores” y la “moral” y que dañan la imagen internacional del país, pensando en que se hace menos creíble aun sus guerras imperialistas en Irak, Afganistán y ahora Siria en nombre de los derechos humanos.
Desde el 11S se vienen fortaleciendo las instituciones de control social, con un un ataque sostenido contra derechos democráticos elementales, con un estado cada vez más vigilante que espía a los ciudadanos, con policías cada vez más militarizadas y bravas, que asesina a jóvenes afroamericanos como en Ferguson
Difícilmente se pase del escándalo al castigo de algún responsable. Tanto los demócratas como los republicanos defienden que la CIA está formada por hombres y mujeres sacrificados, que se ven obligados a realizar el trabajo sucio para que el conjunto de los norteamericanos puedan gozar de su “libertad”. Pero lo que está en juego para la CIA no es la “libertad” y la “democracia” sino los intereses imperialistas de su clase dominante. Por eso la defensa de la CIA es una razón de estado.