Finalmente todas las partes parecen haber llegado a un acuerdo: el mullah Omar, el escurridizo líder de los Talibán que fue visto por última vez huyendo en una moto en 2001, está muerto y enterrado desde hace al menos dos años.
Desde Pakistán, el liderazgo Talibán anunció que su sucesor es el mullah Akhtar Mansoor, un histórico dirigente del movimiento. La confirmación de la muerte del fugitivo más buscado por Estados Unidos después de Bin Laden pone fin a un sinnúmero de especulaciones pero abre una nueva etapa de incertidumbre sobre la viabilidad del plan de salida ideado por Obama para poner fin a la guerra más prolongada de la historia imperial norteamericana.
Sobre el mullah Omar se sabe poco y nada. Que había perdido un ojo combatiendo contra la Unión Soviética en Afganistán –cuando todavía Estados Unidos llamaba “freedom fighters” a los combatientes islamistas-. Que dirigía el movimiento talibán con lazos indisolubles con los servicios secretos y el ejército de Pakistán. Que había unificado las fracciones del sur y puesto punto final a la guerra civil afgana en 1996. Que había establecido un gobierno teocrático brutalmente represivo pero que garantizaba cierta estabilidad y estaba dispuesto a hacer negocios petroleros con occidente. Y sobre todo que le había dado refugio a Osama Bin Laden después de los atentados del 11S contra las Torres Gemelas. Esto transformó Afganistán en el primer blanco de la “guerra contra el terrorismo”. Con una amplia alianza y el apoyo de la OTAN, Estados Unidos invadió el país y derrocó al régimen talibán en octubre de 2001. A partir de ese momento el paradero del mullah Omar fue objeto de múltiples especulaciones, lo mismo que su rol como líder de la resistencia y su relación de amor-odio con Pakistán.
Su existencia fantasmal fue utilizada una y otra vez por los talibán como significante de la unidad. De hecho, el hombre que según todos admiten está muerto desde 2013, apareció hace solo quince día firmando un comunicado en el que aprobaba la política diálogo entre los talibán y el gobierno afgano para encontrar una salida negociada. En este mensaje de ultratumba el líder afgano afirmaba que no había ninguna prohibición religiosa para negociar con el gobierno pro norteamericano del presidente Ashraf Ghani Ahmadzai, y que incluso el profeta Mahoma había dialogado cara a cara con infieles.
El acuerdo con los talibán, una política perseguida por Kabul y por el gobierno norteamericano, aunque es la admisión pública del fracaso militar de Estados Unidos (14 años de guerra y ocupación para terminar negociando con los talibán) es a la vez la única alternativa realista para lograr un nivel mínimo de estabilidad en Afganistán que le permita a Obama retirar para fines de 2016, 9000 de los 10.000 soldados norteamericanos que aún permanecen en ese país asiático.
La desaparición de escena de Omar abre un mar de dudas sobre la viabilidad de esta política. De hecho el anuncio de su muerte a solo dos días de una nueva cita entre la dirigencia talibán y el régimen de Kabul no puede ser inocente. Su sucesor, el mullah Mansoor, está señalado como uno de los dirigentes de la insurgencia talibán pero sin el respeto espiritual de Omar. El 7 de julio se había realizado en Pakistán la primera reunión formal, auspiciada por Pakistán y China. Las negociaciones debían continuar el 31 de julio pero ante la noticia, el gobierno pakistaní ya anunció la suspensión aun sin nueva fecha.
Vivo o muerto, la política que encarnaba el mullah Omar de combinar la resistencia armada y negociación con occidente con el padrinazgo de Pakistán, parece ser cosa del pasado comparado con las nuevas formaciones radicalizadas que han surgido, principalmente el Estado Islámico (EI).
Desaparecida la prenda de unidad muchos analistas anuncian la fractura de los talibán. De hecho ya han aparecido grupos que reclaman lealtad al EI y que juran boicotear cualquier intento de diálogo con el gobierno de Kabul.
En el terreno geopolítico, Obama está invirtiendo los últimos años de su presidencia para salir de la pesadilla del Medio Oriente y reorientar los esfuerzos norteamericanos hacia otros desafíos estratégicos, principalmente frenar el ascenso de China. Dentro de este giro se inscribe el acuerdo alcanzado recientemente con Irán. También la visita del presidente norteamericano a Kenia y Etiopía que concluyó el pasado 28 de julio, con un ojo puesto en la colaboración militar de estos países en la “lucha contra el terrorismo islamista” y el otro en la competencia con China.
Una recaída de Afganistán en una espiral de violencia similar a la que vive ahora Irak no solo complicaría estos planes sino sobre todo sería una nueva muestra de la debilidad del liderazgo norteamericano.