En estos días el PSOE está celebrando el 40º aniversario de su XXVI Congreso, el conocido como Congreso de Suresnes. En aquel octubre de 1974 comenzaba la recomposición del que había sido el principal partido obrero del Estado español y que después de la guerra civil había quedado casi disuelto en el interior y con un exilio muy débil.
Diferentes escisiones recientes lo habían dejado aún más tocado y dentro del país había una dispersión enorme que iba a tener como resultado que en las primeras elecciones de 1977 todavía fueran varias las candidaturas que se presentaban como los herederos del partido de Largo Caballero y Prieto.
En Suresnes se produjo la renovación de la dirección del PSOE de manos de unos jóvenes que se presentaban como la renovación y la superación de la guerra civil. El núcleo sevillano, con los estudiantes Felipe González y Alfonso Guerra al frente, y el guipuzcoano, con dirigentes obreros como Chiqui Benegas, Nicolás Redondo o Enrique Múgica, se hicieron con el control del partido. Su misión no era nada fácil. Se proponían vencer la hegemonía que tenía el PCE en la lucha antifranquista y evitar que la extrema izquierda pudiera capitalizar el descontento que se empezaba a manifestar con la política de reconciliación nacional del dirigente comunista Carrillo.
A esa labor se pusieron, en una obra de ingeniería política realmente sorprendente. La opción “socialista” era la favorita de las potencias extranjeras, tanto EEUU como Alemania. Con la revolución de los claveles del vecino Portugal esta apuesta se reforzó. Por más que el PCP hizo todo lo posible para que la revolución descarrilase, fue el PSP el que ofrecía mayores y mejores garantías para aplastar el proceso revolucionario luso.
No le faltarían los marcos de la socialdemocracia alemana (SPD) a González y los suyos para poner en pie dos aparatos -el PSOE y la UGT- desproporcionados para los poco más de 2.000 militantes socialistas con los que contaba. Muerto Franco y agotada la vía continuista con la caída del primer presidente de la Monarquía, Carlos Arias Navarro, el PSOE de González contó con contactos privilegiados en la Zarzuela y la Moncloa, que facilitaron, entre otras cosas, que las organizaciones socialistas fueran las primeras en conseguir su legalización.
Pero a pesar de ser la “oposición” preferida de la Corona, los franquistas reciclados y las potencias extranjeras, todo esto no era suficiente para desbancar al PCE. Carrillo fue quien ayudó enormemente a la debacle de su partido. Para mostrarse respetable ante el Régimen en transición, el PCE sobrepasó por derecha a los “jóvenes socialistas”. Fueron campeones en la aceptación de la Monarquía y la bandera rojigualda, en renunciar al derecho a la autodeterminación y aceptar todas las continuidades y la inmunidad de la Dictadura. Su mayor peso en el movimiento obrero a través de las CCOO lo llevó a ponerse a la cabeza de los Pactos de la Moncloa y la paz social. En la ponencia constitucional se negaron a que la forma de estado se discutiese, dejándole la bandera del republicanismo al PSOE. Incluso en mitad de la crisis del Gobierno Suárez, mientras el PSOE apostaba a su caída con discursos demagógicos en el Congreso, Carrillo llamaba a sostenerlo y a la formación de un gobierno de concertación.
Paradojas de la historia, el PSOE aun siendo tan partidario como el PCE de la Transición pactada aparecía ante ojos de millones como una opción más fresca, menos traicionera, más de izquierda incluso… que el partido que portaba de cabezas visibles a unos envejecidos Carrillo y Pasionaria. El PSOE tenía las manos libres para hacer demagogia justamente porque no tenía una responsabilidad semejante a la de los eurocomunistas en “desactivar la calle”. El programa del PSOE fue definido en Suresnes, en los marcos de la ruptura democrática, incluido el derecho de autodeterminación de las nacionalidades, y algunas medidas de expropiaciones estratégicas.
En el XXVIII congreso de 1979 estos jóvenes renovadores perdieron en un punto central del debate. El congreso definió al PSOE como marxista, lo que provocó la dimisión de Felipe González a la Secretaria General. Una maniobra bien estudiada que sirvió de chantaje a la militancia y logró la renuncia a toda referencia sobre el marxismo y su reposición al frente del partido en un posterior congreso extraordinario.
Poco a poco el programa del PSOE se fue descafeinando, sobre todo cuanto más se acercaba su posible llegada a la Moncloa. Esta «lucha contra el marxismo», que era sobre todo contra toda disidencia por izquierda, continuó en los años siguientes. En todos los territorios se llevaron adelante verdaderas purgas de militantes y agrupaciones completas entre 1976 y la primera victoria socialista en 1982. Una caza de brujas que tuvo especial repercusión en el País Vasco y Navarra, donde el partido tenía un mayor arraigo en la clase obrera.
Todas estas crisis y maniobras no frenaron sin embargo el ascenso socialista. La debilidad de sus oponentes en la izquierda era un gran activo. Por un lado estaba el PCE, en una grave crisis de militancia y electoral. Pagaban el precio de haber traicionado las aspiraciones democráticas y sociales de la lucha antifranquista. A su lado aparecía una extrema izquierda que había sido incapaz de levantar una alternativa revolucionaria al eurocomunismo. Los grupos maoístas y el principal grupo trotskista, la LCR, habían practicado un seguidismo a la estrategia de “ruptura democrática” e integrado los organismos conjuntos de la oposición, como la Junta Democrática algunos, la Convergencia Democrática otros y la Asamblea de Catalunya todos ellos. Esto les dejó impotentes para plantear una alternativa a la“ruptura pactada” que se terminó de imponer entre 1977 y 1978.
El principal grupo maoísta, el PTE, incluso llamó a apoyar la Constitución del ’78. Todo este panorama produjo lo que se conoció como el “desencanto”: un retroceso de la lucha de clases, un aumento del escepticismo en la posibilidad de la transformación social por medio de la movilización y en la búsqueda de opciones políticas renovadoras.
Sobre este terreno González apareció como el representante de una gran “renovación”, de la llegada de una nueva generación de políticos. Con un programa que en algunos puntos planteaba grandes reformas sociales y una mística de representante “de los de abajo” muy fuerte. La mítica chaqueta de pana de González en contraste con los trajeados políticos tradicionales se convirtió en un símbolo de que se trataba “de uno de los nuestros”. Todo ello permitió que en 8 años el grupo de los sevillanos lograse colocar al PSOE en la Moncloa con una amplísima mayoría absoluta. Para ilusionar a los millones que le votaron en octubre de 1982 no escatimaron en discursos en favor de la democracia, la renovación generacional, contra los restos de la Dictadura que representaba la UCD, en favor de los derechos de los trabajadores…
Sin embargo, entre bambalinas venían preparando el que iba a ser el gobierno que clausuró la Transición, metió al Estado español en la OTAN, inició la mayor reconversión industrial contra los trabajadores e inauguró el terrorismo de Estado contra ETA.
Bambalinas que incluso conducen a dirigentes como Múgica a la trastienda del golpe del 23F como cierre de la Transición, tal y como han develado autores nada sospechosos de izquierdistas en los últimos años como Xavier Cercas o Pilar Urbano.
Habían preparado al partido para hacer la política que“verdaderamente era posible”. Lo habían librado de toda «molestia»para este «giro realista». Una medida fue la de renunciar al marxismo en 1979. No por sacar esta referencia de los documentos -pues el PSOE como toda la socialdemocracia hacía décadas que no regía su política por esta ideología- sino por la forma en que lograron imprimir esta medida sobre las bases del partido. Se impuso tras el chantaje de“o se acepta, o me voy” de Felipe González. Esto reforzó muchísimo su rol de líder carismático y la figura del Secretario General y su camarilla para poder imponer en el programa y la política todos los cambios y giros hacia la moderación que considerasen necesarios para conseguir ganar las elecciones.
Otra medida importante fue la caza de brujas contra toda disidencia que dejó al PSOE como una balsa de aceite y renovado con numerosos nuevos afiliados que esperaban el trozo de pastel que la entrada al gobierno prometía.
En estos días son muchos los editoriales y artículos de la prensa burguesa que alaban la gran hazaña de González y los suyos. No es para menos, fueron los constructores de una de las dos patas fundamentales del bipartidismo actual. El mismo Pedro Sánchez ha querido aprovechar la efeméride para ligar su actual renovación del PSOE con la obra llevada adelante desde 1974 en adelante. Cuesta mucho más entender las reivindicaciones que figuras como Pablo Iglesias hacen de aquella ilusión del ’82, o que se afirme que “el PSOE hizo muchas cosas bien en los ’80”.
La labor histórica del actual consejero de Gas Natural, Felipe Gonzalez, desde Suresnes al ’82, fue un gran engaño y no tiene nada de reivindicable.
Si algo debemos aprender de Suresnes, en cambio, es que no se repitan obras de ingeniería política como aquella. Una gran estafa para millones de jóvenes y trabajadores que pudo triunfar gracias a una combinación de oratoria de izquierda (de la boca hacia afuera), aunque rebajando las propuestas programáticas conforme más se acerca la posibilidad de gobernar. Esto junto a “manu militari” hacia adentro para acabar con disidencias y reforzar el papel del líder carismático y su círculo, y mucha política de bambalina por detrás (de esa que se tardan años en conocer los detalles).
Que la «vuelta de la ilusión en la política» del Siglo XXI no produzca como resultado el “gran desencanto” en que devino la victoria socialista del ’82.