Antecedentes del reino de la incertidumbre. Los “mercados” y las contradicciones entre lo nacional y lo global. El consenso, Ronald, Donald y reducir la globalidad. Fuerzas en pugna.
Falta menos de un mes para la asunción de Trump, cuestión que dadas las circunstancias parece un siglo. Pocas veces en la historia la víspera del arribo a la Casa Blanca de un presidente debe haber movido tantos ríos de tinta y tanta especulación sobre su eventual programa de acción. Es lógico. La llegada a la cima del poder de un impredecible es una instantánea de los resultados novedosamente contradictorios acumulados durante el período pos Lehman. Dicho con algo de ironía pero no tanta, la imprevisibilidad es también y en gran parte, síntesis de múltiples contradicciones. Hace tiempo venimos alertando desde esta columna sobre la posibilidad de que las derivaciones políticas de la economía golpeen antes que la economía misma y Trump es símbolo de ese estado de cosas. Como también sugerimos, es de esperar que “la política” vuelva a retumbar sobre la economía.
En un sentido la incertidumbre toma la posta y ello es indicio de que los tiempos serán bastante menos habituales incluso de lo que lo fueron durante los últimos ocho años. La previsibilidad relativa de las acciones de la Fed, de la política económica conservadora del establishment y de la relación chino-norteamericana, empiezan a aparecer como cuestiones del pasado. Y esta incertidumbre hará también más impredecibles las reacciones del resto de los actores en el escenario mundial. Para aportar más confusión a lo incierto quedaron ahí no sólo las operaciones de la CIA, del más oscilante FBI y del Partido Demócrata, cuestionando la legitimidad de un triunfo que encima fue una derrota en términos del voto popular, sino también el hecho de que Donald es un buen actor. Como destaca Ibrahim Warde en el Dipló rememorando el rol del futuro presidente como productor y estrella de realities shows “Al dominar la dramaturgia de este tipo de programas a la perfección, supo poner en escena las expectativas y temores del público.”
No obstante, la imprevisibilidad del accionar de Trump es relativa como relativo es el poder de un presidente que según señalamos desde esta columna, está circundado por el escenario intermedio que lo encumbró. Escapar a lecturas unilaterales implica al menos tres precauciones: intentar comprender el momento justo de las contradicciones que enfrenta la nueva administración; atender que los grandes problemas de agenda como los límites de las políticas económicas norteamericanas, la “ira populista” o la crecientemente intrincada y contradictoria cuestión china, anteceden a Donald Trump quién más que ninguna otra cosa, es un resultado de las circunstancias; percatarse de que ese resultado tiene altas probabilidades de transformarse –como mínimo- en punta de lanza de cambios cualitativos en el escenario económico y político internacional.
Mueve Janet Yellen
Como era previsible, la Reserva Federal bajo el mando de Janet Yellen, aumentó hace unos días un cuarto de punto las tasas de interés de corto plazo y prometió tres alzas más en el curso del año próximo. Si los “mercados” preveían casi con certeza el movimiento, supusieron que la Fed iba a prometer dos aumentos más en lugar de los tres que finalmente sugirió. Aunque la diferencia resulta casi insignificante en términos cuantitativos, el hecho volvió a disparar el rendimiento de los Bonos del Tesoro a 10 años que se mueve inversamente al valor de los títulos. Este movimiento significa que los inversores salen de los bonos previendo mayor inestabilidad en la economía norteamericana asociada a una inflación creciente derivada de la combinación esperada del incremento del gasto fiscal y un mayor proteccionismo.
Como señala Marina Dal Poggeto el incremento del interés de los bonos a diez años explica “el aumento en la volatilidad global, la nueva fortaleza del dólar (…), presiones sobre los precios de las commodities y, fundamentalmente, un encarecimiento del costo financiero de la deuda en general y de los países emergentes en particular, que además incorporan la dinámica del riesgo país”. Pero es importante señalar que a la vez que se produce la salida de los bonos a diez años, los capitales se dirigen hacia Wall Street que está rozando valores máximos en gran parte bajo el impulso de las acciones de las corporaciones petroleras, de materiales asociados a la construcción y al índice Russel 2000 que concentra las empresas de menor capitalización bursátil. Se trata de los sectores que eventualmente deberían tomar impulso de acuerdo a las promesas de la nueva administración.
Aunque los movimientos financieros son coyunturales y en gran medida expresan apuestas y tomas de ganancias, la tendencia inversa de los bonos y la bolsa, traducen lo que los “mercados” esperan de la gestión Trump. Hasta cierto punto esta dualidad podría estar anticipando un resultado complejo: la combinación entre una eventual mejora parcial de la performance de la economía norteamericana y una mayor inestabilidad global asociada a las políticas destinadas a alcanzarla.
Pasado y presente (o lo viejo y lo nuevo)
Es preciso recordar que el carácter “necesario” del aumento de tasas antecede en mucho a Donald Trump. Y en realidad es tan cierto que en el pasado diciembre de 2015 la movida de la Fed resultó muy similar a la actual como que la acción tiene lugar en circunstancias ciertamente muy distintas. Tal como señalamos en otras oportunidades, la larga intención de la Fed de incrementar las tasas se asienta en tres motivos fundamentales: las tasas cercanas a cero durante un período inusualmente extenso terminan amenazando las ganancias de los bancos, coartan la posibilidad de apelar a políticas monetarias en caso de recesión y crean inestabilidades financieras potencialmente explosivas. Dicho de un modo más conceptual, se trata de una especie de sinergia negativa resultante de la combinación entre tasas de interés bajas que luego de varios años no están funcionando como se esperaba -cuestión que Lawrence Summers denominó “estancamiento secular”- y los límites de China como meca receptora del capital internacional sobrante.
Ahora bien, si como también señalamos desde esta columna, los halcones venían levantado vuelo y la “izquierda” neokeynesiana insistía –cada vez con mayor ímpetu- en la necesidad de trocar –gradualmente- las políticas monetarias por políticas fiscales, el remedio amenazaba ser peor que la enfermedad. Incluso arriesgaba transformarse en profecía autocumplida si –como sucede hasta el momento- el crecimiento demasiado modesto de la economía norteamericana continuaba sosteniéndose solamente sobre políticas monetarias expansivas. Y a juzgar tanto por el anhelo del establishment de conservar una situación de estancamiento no catastrófico como por las lacónicas críticas neokeynesianas, todo amenazaba permanecer igual a sí mismo hasta que irrumpiera algún factor “imprevisto”. Y ese factor que, a decir verdad de imprevisto no tuvo nada, resultó ser Donald Trump.
Lo cierto es que -al menos en lo inmediato- el ascenso de Donald dio vía libre a la Fed para encarar un primer incremento que empieza a alejar a las tasas de su umbral cero. El asunto tiene una explicación que combina al menos dos factores claves. Por un lado -y como señala Eduard Luce en Financial Times- nuevamente en sentido contrario a la mayoría de las previsiones, el triunfo de Trump trajo confianza de los “mercados” en la posibilidad de un repunte de la economía norteamericana. Por el otro, la economía de Estados Unidos mostró mejores resultados de los esperados en el tercer trimestre del año. El soporte de aquella confianza se basa tanto en las promesas de fuertes recortes impositivos como en la creencia de que un congreso de mayoría republicana dará vía libre al incremento del gasto fiscal que le obstruyó al gobierno de Obama. Y si bien no hay grandes diferencias entre los anuncios de la Fed de diciembre de 2015 y los actuales, lo significativamente distinto es que ahora existe una alta probabilidad del pasaje de la retórica a la acción, técnicamente sostenida en la previsión de incremento del gasto y el déficit fiscal. Como resultado final, el estímulo hacia un mayor crecimiento de la economía norteamericana, amenaza con meter una cuña en la “coordinación” internacional que sostuvo la situación de la economía mundial en un “área gris” relativamente estable –amén de la ristra de momentos críticos- durante la frágil recuperación pos Lehman.
Con una visión similar a la aquí esbozada pero desde una perspectiva que aspira a una coordinación internacional desde “otro armado”, el periodista Mohamed A. El-Erian desde Proyect Syndicate sugiere que si en una primera fase los inversores esperan que Trump se abstenga de desencadenar una guerra comercial y que las perspectivas de la economía norteamericana mejoren, las principales economías deberían emular las políticas de la administración estadounidense abandonando las medidas monetarias y estimulando las fiscales. Caso contrario –señala- los capitales comenzarán a fluir desde los títulos alemanes o japoneses hacia los norteamericanos de mayor rendimiento cuestión que, al continuar elevando el valor del dólar, terminaría por socavar la competitividad norteamericana empañando sus perspectivas de recuperación. El periodista afirma que una circunstancia tal podría estimular a Trump a pasar de la retórica proteccionista a la verdadera acción, limando la confianza de los mercados y las empresas e incluso, si el asunto fuera lo suficientemente lejos, provocando una respuesta de los principales socios comerciales.
Desde nuestra óptica, no se trata de un problema de “voluntad” de coordinación interestatal. La tensión entre lo “nacional” y lo “global” está expresando cuestiones estructurales profundas derivadas no sólo de la debilidad de la recuperación económica mundial sino del choque de años de avances de la globalización del capital con las condiciones de existencia de amplios sectores sociales. La crisis de la globalización se expresa en gran parte como una crisis del “consenso” nacional y tiende a traducirse en serias dificultades para la “coordinación” internacional. En sentido contrario a la sugerencia del mencionado periodista, sería esperable que un eventual nuevo armado “fiscalista” –con tasas de interés en ascenso en los principales países- conduzca a mayores tensiones interestatales en lugar de a un nuevo “acuerdo” internacional.
Poder real y poder simbólico
Pero lo menos coyuntural del asunto y quizás lo más interesante es que los giros en las políticas monetarias norteamericanas nunca resultaron inocuos. Basta recordar –para hablar de los momentos más significativos en cuanto a virajes bruscos de política económica- que el aumento abrupto de las tasas dispuesto por Paul Volcker en 1979 bajo administración Carter, es simbólicamente considerado el punto de partida del neoliberalismo. El tipo de interés real de la Reserva Federal que, como apuntan Douménil y Levy en La gran bifurcación, luego de los años ‘50 había oscilado entre el 2 y el 3% promedio alcanzando valores negativos en 1975, rozó el 7% en 1981 llegando a casi el 9% en 1983, como grafica David Harvey en Breve historia del neoliberalismo. Indican además Douménil y Levy que durante los años ‘70 la inflación desvalorizaba las acreencias y las ganancias financieras se volvían cada vez más bajas. Vale remarcar que en el muy distinto contexto actual de presiones deflacionarias, tasas de interés extremadamente bajas (más bajas que la inflación) reproducen el fenómeno de la desvalorización de las acreencias y declinación de las ganancias bancarias como mencionamos más arriba.
Lo curioso es que si en aquel momento el viraje estaba destinado a iniciar el proceso de globalización del capital, en la actualidad –un giro que al menos por ahora puede preverse como mucho más moderado- tiene el contradictorio objetivo de contener los efectos de aquella globalización que están quebrando el “consenso” interno. Más allá de su magnitud real, el poder simbólico de una tendencia alcista de las tasas de interés en un contexto de “estancamiento secular”, probablemente esté indicando el momento más débil y más crítico –si se consideran todos los ángulos- de la historia neoliberal. Un instante en el cual la relativa “cooperación” entre los Estados capitalistas centrales –que resultó un factor esencial de contención para la crisis que se inició en 2008- se vuelve contradictoria con las necesidades de la recuperación nacional norteamericana. Y esto acontece mucho más como reflejo de la contradicción entre los niveles de globalización alcanzados y la desazón de amplios sectores de masas que como necesidad inmediata de las franjas hegemónicas del capital.
Por ello aunque en lo formal las políticas más anunciadas de la administración Trump –alza de las tasas de interés, reducciones impositivas, aliento del gasto fiscal y armado de un gabinete de derecha en todas las áreas, entre otras- se parezcan a aquellas de Ronald Reagan, aunque sus nombres de pila varíen sólo en una letra y aunque ambos hayan estado o estén comprometidos de diversa forma con las “artes actorales”, es extremadamente difícil que en lo esencial Trump pueda ser un nuevo Reagan, sobre todo porque Ronald fue la punta de lanza de la globalización y Donald será quién debería intentar ponerle algún coto.
El “consenso”
Recuerda Henry Kissinger en Orden mundial que “El debate interno sobre la guerra de Vietnam resultó ser uno de los que más cicatrices ha dejado en la historia estadounidense.” Lo describe como un instante clave de “ruptura del consenso nacional” en el que “Las protestas (…) alcanzaron dimensiones que obligaron al presidente Johnson (…) a limitar sus apariciones públicas.” Señala que “En los meses posteriores al fin de la presidencia de Johnson, en 1969, muchos de los artífices claves de la guerra renunciaron públicamente a sus puestos y pidieron el fin de las operaciones militares y la retirada de Estados Unidos. Estos temas estuvieron en cuestión hasta que el establishment creó un programa para ‘terminar con la guerra”.
Y ¿qué tiene que ver Vietnam? Si bien la situación actual es ciertamente muy distinta se verifica al menos una tendencia al quiebre –en los marcos de un estado de cosas intermedio– de lo que Kissinger llama el “consenso”. Tendencia que deviene fundamentalmente de esa forma contenida pero lacerante que adoptó al período pos Lehman y que se ocupó de poner al desnudo y potenciar las consecuencias más dramáticas de décadas de neoliberalismo. El “sueño americano” es sin duda la piedra de toque de aquel consenso. Hasta cierto punto en los años de Vietnam el “american way of life” se vio herido no tanto por la crisis económica –bastante menos urticante que la actual- sino por una crisis política y social potenciada por el hecho de que los hijos de Estados Unidos volvían de las criminales acciones norteamericanas en el frente, envueltos en bolsas negras. El llamado “síndrome de Vietnam” permaneció como cicatriz imborrable de aquellos años. “Terminar la guerra” en los términos de Kissinger significa que el establishment no podía proseguir su plan estratégico internacional con la opinión pública norteamericana en contra.
En la situación actual el “sueño americano” se está deshilachando debido a la percepción fatal para la sensación de “progreso” de que el nivel de vida de las actuales generaciones retrocedió con respecto a las anteriores y que el de las próximas será aún peor. De alguna manera y apelando al momento de Vietnam como metáfora, podría considerarse que Donald Trump es el resultado de que el establishment aún no se muestra dispuesto siquiera a moderar “la guerra” de la globalización mientras el consenso amenaza romperse. En un sentido, neokeynesianos y “populistas” –cada cual a su modo- están actuando como la voz de la conciencia de las élites políticas tradicionales enfrentadas a aquello que hace un tiempo el columnista Wofgang Münchau de Financial Times, figuraba simpáticamente como The elite’s Marie Antoniette moment. Hace unos días decía Paul Krugman –un amante de lo global- que lo raro es que la reacción contra la globalización haya tardado tanto. Señalaba también Krugman que el proceso globalizador se encuentra “sitiado” por la política –hemos insistido desde esta columna sobre el asunto– a la vez que sugería tratar a la globalización como un proyecto más o menos terminado, intentando reducir su magnitud.
Lo global
Ciertamente uno de los “accidentes geográficos” más peligrosos que aguarda a la administración Trump es aquel que opone los “éxitos” de la globalización a sus miserias. No se trata de una contradicción sencilla. La globalización devino el salvavidas del capitalismo tras la crisis de los años ’70, constituyendo el resultado económico más contundente de la ofensiva neoliberal. Embestida que –simplificando y sintetizando- tuvo entre sus ejes fundamentales la meta combinada de avanzar sobre el denominado “Estado de bienestar” de posguerra y establecer la más amplia movilidad internacional del capital.
De hecho –y amén de significativas derrotas como la de los Controladores Aéreos en 1981- una de las constantes en Estados Unidos durante las tres décadas pasadas estuvo definida –al decir de David Harvey- por exenciones fiscales a la inversión que actuaron como una manera de subvencionar la salida de capital del nordeste y del medio oeste del país. Desde aquellas zonas caracterizadas por altos índices de afiliación sindical –como la región del rust belt- se estimuló el desplazamiento de las inversiones hacia las regiones poco sindicalizadas y con débil regulación del sur y el oeste, pero también hacia México y al Sudeste Asiático. A su vez y como también señala Harvey, a partir de los años ’90 la financierización del capital, la inversión extranjera directa y de cartera, la innovación y la desregulación internacional de los mercados, crecieron en el mundo de manera significativa estableciéndose -fundamentalmente en el mundo anglosajón- una estrecha vinculación entre las corporaciones y la bolsa de valores. El denominado Tratado de Libre Comercio (TLC) entre Estados Unidos, México y Canadá y la creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC) resultan eslabones fundamentales de ese proceso. Las deslocalizaciones hacia México y el Sudeste Asiático primero y luego hacia China con su entrada a la OMC en el 2001, fueron la esencia del proceso de globalización que instauró una nueva división internacional del trabajo con el establecimiento de cadenas de creación de valor integradas.
La síntesis se resume en una combinación irritante. Por un lado Estados Unidos colocó 586 empresas transnacionales en el ranking Forbes Global 2000 del 2016 cuyos ingresos combinados representan un total de 11.6 billones de dólares. Esta cifra representa el equivalente a aproximadamente el 68% del PBI norteamericano. Aunque esto no significa que esas empresas produzcan efectivamente dos tercios del PBI de Estados Unidos, la comparación da una idea del peso que estas firmas pueden tener sobre las decisiones de política norteamericana. Por el otro lado la mezcla de deslocalizaciones y cierres de empresas, el avance tecnológico –que tuvo su auge en los años ’90– y el lento crecimiento posterior a la crisis de 2008, generó un cóctel fatal que enlaza una desocupación estructural arrastrada por años, nuevos trabajos creados precarios incluyendo trabajos de medio tiempo y esporádicos, estancamiento e incluso caída salarial con la decadencia de vastos sectores de pequeña y mediana empresa.
El asunto es que la debilidad de la recuperación pos crisis de 2008 disminuyó no el proceso mismo de la globalización aunque sí, su dinámica. Esencialmente lo que se puso de manifiesto es una significativa combinación entre la disminución del crecimiento del comercio mundial y un incremento débil de medidas proteccionistas. Esta contradicción muestra que –al menos por el momento- la retórica proteccionista de Trump está más asociada a la necesidad de reestablecer el consenso interno que a los intereses de los sectores hegemónicos del capital. Aquellos sectores hubieran preferido largamente continuar con los tratados de “libre comercio” como el TPP o el Acuerdo Transatlántico que como puntualiza bien Noam Chomsky en ¿Quién domina el mundo?, no suelen tener en realidad nada que ver con el comercio sino que son pactos sobre los derechos de los inversores que contribuyen a debilitar la sindicalización obrera.
Dialéctica china
Aún no puede conocerse si la exaltada retórica anti China –que se hizo un poco más real al momento de atender la llamada de la presidenta de Taiwán– consiste en una suerte de “neo vandorismo americano” o si, efectivamente, Trump encarará una política cualitativamente más agresiva hacia el gigante asiático. En todo caso las señales no son unívocas ya que el anuncio de la anulación del Tratado Transpacífico favorece, en realidad, contradictoriamente a China.
Lo cierto es que también una mayor tensión chino-norteamericana, antecede a Trump. Si el crecimiento económico de China significó un factor contrarrestante a la crisis de 2008, la debilidad de la recuperación internacional –como señalamos en otras oportunidades– también se tradujo en un límite para conservar aquel rol. Esa demarcación comenzó a ponerse de manifiesto en los últimos años y con mayor contundencia, a partir de 2014. El ala liberal que representa un “líder fuerte” como Xi Jinping, es también expresión de que China está dejando de ser la meca del capital norteamericano e intenta un giro más agresivo hacia la conquista de espacios mundiales para la acumulación del capital. La dicotomía entre el lema trampista “make US great again” y el “make China great again” de quienes quieren alertar que un cierto aislacionismo de Trump podría abrir paso al avance del gigante asiático, contiene parte de la verdad. Las cartas de una mayor tensión chino-norteamericana están echadas más allá de las decisiones inmediatas de Trump, aunque esas decisiones –por supuesto- establecerán ritmos que pueden modificar en mucho el escenario.
En todo caso –y por ahora- cabe dejar planteadas algunas cuestiones fundamentales. Trump no gobernará contra las 586 empresas del ranking global Forbes 2000. Un Goldman Sachs estará a cargo del Departamento del Tesoro para asegurarlo. Al menos en lo más inmediato y en la medida en que China se agota como destino del capital sobrante norteamericano, no puede descartarse que los incentivos combinados ofrecidos por Trump generen cierto retorno de capitales hacia Estados Unidos con todos los límites que impone la integración de las cadenas de valor. Por último vale destacar que incluso un proteccionismo débil dirigido a recuperar “consensos” internos es probable que -en las condiciones generales reinantes- se presente como un serio obstáculo para las políticas de “coordinación” económica internacional tal como las conocimos en estos últimos años. Cuestión que hace esperar una mayor inestabilidad mundial incluyendo las repercusiones latinoamericanas que ya empiezan a sentirse.