El pasado 26 de junio tuvieron lugar las segundas elecciones generales del Estado español en medio año. Una repetición electoral inédita en la historia reciente causada por la incapacidad de formar gobierno de parte de los dos grandes partidos del bipartidismo. El último gran síntoma de una crisis del régimen del ‘78 que sigue abierta, contenida por “abajo” pero sin encontrar soluciones “por arriba”.
La pervivencia de la crisis de representación y gobernabilidad
La derecha exfranquista del Partido Popular (PP) fue la fuerza más votada en ambas citas electorales, seguida de los social-liberales del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). En diciembre, por primera vez el bipartidismo no llegaba al 51 % de los votos. Esta vez, la subida de casi 700 mil votos del PP –más de la mitad “retornados” de la nueva formación de derecha Ciudadanos y el descenso de la participación le hace subir hasta el 55,69 %. Sin embargo, ambos partidos cosechan unos de los peores resultados de su serie histórica. Aún así, la formación de gobierno seguirá pasando por ellos y mantienen una capacidad de bloqueo clave para cualquier proceso de regeneración del régimen. El bipartidismo sigue golpeado, pero no hundido.
El mapa parlamentario queda tan fragmentado como en diciembre y con un rompecabezas de posibles pactos difícil de encajar. Alejada la posibilidad de que los nacionalistas conservadores de Cataluña y País Vasco apoyen al PP –por la misma crisis territorial– unas terceras elecciones solo se podrán evitar si el PSOE y Ciudadanos incumplen su principal promesa electoral, no permitir un nuevo gobierno de Mariano Rajoy.
¿Alguien puede creer que un gobierno así será estable como para poder aplicar los paquetes de ajuste pendientes en medio de una crisis social que está lejos de solucionarse, y más aún que podrá apuntalar un régimen político azotado por la corrupción y con un agudo problema territorial abierto?
Si finalmente hay gobierno, éste promete ser un gobierno débil parlamentaria, social y políticamente, bajo el que las distintas crisis abiertas –de representación y la cuestión catalana– tenderán a seguir ensanchándose, y la posibilidad de que se generen nuevos y más intensos procesos de lucha de clases volverá a plantearse.
De la “ilusión devaluada” al pinchazo de una “ilusión”
La principal novedad y sorpresa del 26J ha estado en el pinchazo de las expectativas generadas en torno a la coalición entre Podemos e Izquierda Unida (IU). En diciembre, ambas sumaron más de 6.100.000 votos, el 24, 33 %. La Ley electoral penalizó a IU, con 923 mil votos, y le dio solo 2 diputados frente a los 69 de Podemos. Esta vez la coalición ha obtenido poco más de 5 millones de votos, el 21,1 %, y los mismos 71 diputados que sumaban antes por separado. Es decir, ha perdido casi 1,1 millones de votantes, que coinciden casi al completo con el aumento de la abstención en 1,15 millones. El anunciado “sorpasso” (ventaja) al PSOE en votos y escaños en todas las encuestas se esfumaba en el recuento. Los votos a Podemos e IU-UP de diciembre o a Unidos Podemos en junio expresaban distorsionadamente el rechazo de millones al régimen del ‘78, a las políticas de ajuste y la ilusión de que por la vía electoral se podría abrir un proceso de regeneración del sistema político. Sin embargo, parece que los meses de negociaciones para formar gobierno han tenido un efecto en la “ilusión” despertada por Podemos. Muchos fueron a votarla sin esperar que el “cambio” fuera tan ambicioso como el prometido solo hace dos años atrás, o incluso en diciembre. Otros directamente se quedaron en casa.
Podemos surgió en 2014 haciéndose eco parcialmente de algunas de las demandas del 15M y el ciclo de movilizaciones posterior, como la denuncia a la “casta” política, la demanda de un proceso constituyente, la defensa del referéndum catalán, la reestructuración de la deuda o el fin de las políticas de austeridad. Ya en los meses previos al 20D, aquel de por sí limitado programa se había ido quedando en el camino. Gestos de acercamiento hacia la Corona, los grandes empresarios, el Ejército, el Papa Francisco y hasta la embajada estadounidense, fueron acompañados de aceptar el pago de la deuda, conformarse con cinco reformas constitucionales y casi abandonar las denuncias contra la “casta”, especialmente la social-liberal.
Pero el grado de integración en el régimen y su presentación abierta como un proyecto político de restauración progresista del mismo, asimilable a la socialdemocracia, ha dado un salto en los pasados meses.
El ensayo general de una “restauración progresista”
En lo meses siguientes al 20D Iglesias, Errejón y la dirección de IU-UP, con Alberto Garzón al frente, han tratado de llevar adelante o escenificar, de cara al electorado más moderado y sobre todo el establishment, su verdadero proyecto: una auténtica restauración del régimen del ‘78, con mucho de gatopardismo y una desdibujada pátina progresista.
La dirección de Podemos dejó claro que su apuesta era propiciar la apertura de una segunda Transición. Para que no quedara duda de que no se trataba de abordar las grandes cuestiones que quedaron “pendientes” en la “primera” –como la Monarquía o el derecho de autodeterminación–, el secretario político y principal ideólogo de la formación, Iñigo Errejón, remarcó una categoría del acerbo del estalinismo italiano de posguerra, primero, y el eurocomunismo de los ‘70, después: la recreación de un nuevo “compromiso histórico”.
Un pacto entre las élites de lo viejo –los partidos e instituciones del ‘78, incluida la Corona– y lo nuevo –en este caso ellos, erigidos en representantes de la desafección por abajo con el régimen que se viene expresando desde 2011–, para llevar adelante reformas superficiales de regeneración democrática, una salida a la cuestión catalana por medio de un referéndum consultivo que seguía dejando la última palabra a las Cortes y un nuevo “pacto social” que limitase los efectos de las políticas de ajuste y propiciase algunas de corte neokeynesiano.
Esta era su ecuación “de salida”, es decir, en función de la “correlación de fuerzas” obtenida en las urnas habría que negociar. Y a ello se dedicaron en los cuatro primeros meses del año, a intentar llegar a un pacto entre Podemos e IU-UP, por un lado, y el PSOE del otro, con la necesaria colaboración de la nueva derecha de Ciudadanos. Sin embargo, ni aún rebajando su “oferta” hasta hacerla irreconocible, se logró el acuerdo. El referéndum catalán se pasó directamente a una comisión paralela entre su marca catalana, En Comú Podem, y la del PSOE, el PSC. El proceso constituyente y hasta las reformas constitucionales
salieron de la agenda y todo los esfuerzos se concentraron en formar un “gobierno de progreso” que incluía aceptar la reforma laboral de Zapatero, la jubilación a los 67 años, el cumplimiento del déficit y hasta las “puertas giratorias”. Un paso más en la integración de lo “nuevo” al régimen del ‘78 y su autorreforma.
Ni restauración conservadora, ni progresista, “barajar y repartir de nuevo”
Sin embargo, todos estos esfuerzos no convencieron al PSOE para dejar entrar en el gobierno a una formación outsider del establishment y que, además de ascender, podría despertar expectativas sociales de “cambio” muy superiores a las que sus dirigentes estaban dispuestos a aceptar. Tampoco los social-liberales estaban dispuestos a pactar con el PP siguiendo una política de gran coalición; las lecciones del PASOK griego lo desaconsejaban. Y sus votos con los de Ciudadanos no sumaban para impulsar el proyecto de restauración conservadora solos.
Los números no salían por ningún lado, era mejor “barajar y repartir de nuevo” y ver si unas nuevas elecciones podían fortalecer al tridente favorable a una restauración conservadora –el PP, el PSOE y Ciudadanos– y desbloquear la situación.
Hasta el mismo Podemos acabó convencido de este “segundo round” para superar al PSOE en votos y en escaños. De ahí el giro de aceptar la alianza con IU-UP que podría mejorar la “correlación de fuerzas” parlamentarias, y de esta manera que las negociaciones y cesiones, esta vez sí, convencieran al PSOE a formar un “gobierno del cambio”.
El pinchazo de la burbuja de la video-política
Estos meses pusieron sobre la mesa los profundos límites de la hoja de ruta para lograr ese nuevo “compromiso histórico”. Se trata de un ambicioso proyecto de restauración del Estado capitalista cuando éste ha perdido la legitimidad necesaria para poder seguir gobernando.
En principio, el cuadro que presenta el régimen del ‘78 en el Estado español sería adecuado para plantearlo. De hecho, los principales agentes del régimen –partidos, burocracia sindical e instituciones– tratan de encontrar una regeneración, de momento sin éxito. Pero ¿hay razones para que estos mismos agentes –por naturaleza conservadores– acepten que dicha regeneración tenga que depender de una formación por fuera de ellos y que además es vista por millones como la representación de las demandas democráticas y sociales de “los de abajo”? La respuesta es “no” y aquí es donde erraron los cálculos de la hipótesis de Podemos.
Si el estalinismo italiano logró que la burguesía fascista y democrática lo aceptaran en la mesa fue porque era, nada menos, el partido capaz de garantizar que el proletariado armado que había derrotado la ocupación nazi no realizara una revolución social. Si el estalinismo español, ya devenido eurocomunismo, fue invitado de honor para engendrar el régimen del ‘78 junto a las élites franquistas y el resto de direcciones burguesas y reformistas de la oposición, fue porque era el colaborador necesario para desactivar el ascenso obrero y popular desatado tras la muerte del dictador.
¿Qué amenaza “desde abajo” puede ofrecer Podemos como moneda de cambio hoy? Nada semejante. El ascenso electoral de Podemos comenzó cuando ya el ciclo de movilizaciones que arrancó con el 15M había sido desactivado por sus propias limitaciones y fundamentalmente por el rol de la burocracia sindical en evitar que se trasladara al movimiento obrero. Este reflujo no ha hecho más que profundizarse, y a ello han contribuido conscientemente los mismos dirigentes de Podemos, convencidos de que había que pasar de las calles a las instituciones. Si bien han conseguido ser la expresión electoral distorsionada de aquel ciclo de movilizaciones, son al mismo tiempo su desvío y desactivación temprana.
Su apuesta ha sido la de la mera presión por la vía de conquistar espacios institucionales y lograr estos por medio de la presencia en los medios de comunicación, las redes sociales y la gestión “humanizada” de algunos ayuntamientos donde no han marcado diferencia más allá de los gestos. La movilización social, ni siquiera como moneda de cambio, está por el momento fuera de sus planes. Tanto por su escasa implantación orgánica entre los trabajadores y sectores golpeados por la crisis, como, y ligado a esto, por su muy débil capacidad para poder “modularla”, esto es, “mandarla a casa” cuando dejara de ser necesaria.
Podemos no tiene ni un ápice de la capacidad que tenía el estalinismo italiano y español para movilizar, ni mucho menos para controlar y desactivar ningún proceso de lucha de clases de la envergadura necesaria como para forzar al régimen y sus agentes a mover ficha. Tampoco tiene la voluntad de conseguirla. Expresión de ello ha sido la construcción de Podemos como una mera “máquina de guerra electoral”, reclutando cuadros especialmente en franjas de universitarios y “técnicos” profesionales y los acercamientos a la burocracia sindical de CCOO y UGT, sabedores de que sus “servicios” seguirían siendo esenciales para mantener la situación controlada por “abajo”.
En las semanas previas al 26J vimos los límites y el primer gran fracaso de esta hipótesis. Como límite, el espíritu conservador y temerosos a “la calle” de la hoja de ruta de Podemos les obligaba a entregarse a los brazos de una parte de “lo viejo”, en este caso el pacto con el PSOE. Como fracaso, el que las posiciones institucionales podían sumar inestabilidad al Régimen, hasta imposibilitar formar gobierno, pero en ningún caso eran condición suficiente para invitarlos a su mesa y mucho menos abrir una regeneración que no estuviera controlada y dirigida por los grandes partidos e instituciones del régimen del ‘78.
Tras el 26J, la hipótesis Podemos cuestionada y los retos de la izquierda revolucionaria
El pinchazo de las expectativas de Unidos-Podemos ya ha abierto un debate intenso en el interior de Podemos, y previsiblemente sucederá lo mismo en IU. El sector más vinculado a Iñigo Errejón quiso culpar a la confluencia con IU y la pérdida de “transversalidad” de la bajada. Desde el “consejero” Juan Carlos Monedero y algunas voces de Anticapitalistas se apuntó a la rebaja en el discurso o la burocratización interna como principal problema, llamando ahora –después de meses de aceptación de la hoja de ruta de la dirección– a recuperar implantación en la calle.
Las primeras palabras de Pablo Iglesias han querido ubicarse en el centro de ambas posiciones. El problema no habría sido ni la confluencia con IU, ni el “perfil” bajo, sino el miedo generado en parte de sus votantes moderados al ver que la posibilidad de ganar se acercaba. Una justificación que no puede explicar por qué esos moderados se quedaron en casa y no dieron su voto al PSOE, y que sobre todo viene a corroborar que el camino de adaptación al régimen y rebaja del programa era y sigue siendo el correcto para Iglesias, al menos hasta convencer a esos votantes “asustadizos”.
Esta por verse cómo “sobreviven” desde Podemos al debate post 26J. Al ser una formacióneminentemente electoral, sin anclaje en ninguna de las clase sociales fundamentales –ni es un partido de las élites, ni se ha molestado en construirse orgánicamente en los trabajadores y sectores populares–, la guerra de camarillas –alentada además desde el mismo régimen, por ejemplo “levantando” en los medios al “bueno” de Errejón– está servida.
Pero, sin duda, esta discusión va a tener un impacto más allá de Podemos, en buena parte de la izquierda y los luchadores que han tenido mayores o menores esperanzas en la vía propuesta por Iglesias y Errejón que se ven ahora truncadas. Hay que ver si el espacio descontento con el giro sin fin a la derecha del nuevo reformismo permite que comiencen a germinar nuevos procesos de lucha u organización, que en perspectiva puedan tender a buscar una alternativa política, con una hoja de ruta de ruptura con el régimen y sus partidos y por una salida anticapitalista a la crisis.
Este posible retorno del debate de estrategias puede darse a la vez en un ambiente de menor reflujo de lo social. Por más que el bipartidismo aguante, y aún con el apoyo de Ciudadanos, no hay a la vista ningún proyecto serio capaz de cerrar por arriba la crisis del régimen del ‘78 y poder evitar por lo tanto que la contestación en la calle, contenida desde 2013 por una combinación del rol de la burocracia sindical, la ilusión en la vía electoral y la emergencia del nuevo reformismo, pueda volver a escena.
Un escenario tal vez menos a contracorriente que los meses pasados, en el que sea posible avanzar en construir una alternativa política que ponga el eje en fortalecer la organización y movilización de los sectores populares con la clase trabajadora al frente como única garantía de poder imponer las grandes demandas democráticas y sociales pendientes, y frente a la “devaluación” sin límites ofrecida por el nuevo reformismo levante un programa anticapitalista y de clase.