Este es un paso importante para la estrategia del gobierno de Obama que necesita la cooperación del régimen iraní para combatir al Estado Islámico en Irak y Siria y a los talibán en Afganistán.
El 2 de abril el G5+1 (las potencias occidentales más Rusia y China) liderado por Estados Unidos llegó a un acuerdo preliminar con Irán sobre el programa nuclear de la República Islámica, que deberá cerrar en junio de este año. Este es un paso importante para la estrategia del gobierno de Obama que necesita la cooperación del régimen iraní para combatir al Estado Islámico en Irak y Siria y a los talibán en Afganistán. El restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos e Irán, suspendidas desde 1979, es fuertemente resistido por Arabia Saudita, Israel y Turquía, y ya está produciendo un cimbronazo en el sistema de alianzas en el convulsionado Medio Oriente.
Fuera del plazo previsto el jefe de la diplomacia norteamericana, John Kerry, al frente del G5+1 lograba un acuerdo con el régimen iraní sobre el programa nuclear de Teherán. Aunque no se conocen los detalles del acuerdo que adquirirá forma definitiva para junio de este año, lo que sí se sabe es que Irán reducirá en dos tercios su actividad nuclear y abrirá sus instalaciones a la inspección internacional, sometiéndose a este control por un plazo que va entre los 10 y los 15 años. A cambio, las potencias occidentales levantarán las sanciones que pesan sobre Irán y que han afectado seriamente su economía, reduciendo su capacidad de producción de petróleo y gas.
Estados Unidos se adjudicará el triunfo de haber alejado la posibilidad de que Irán se haga de armamento nuclear por al menos la próxima década. El régimen iraní tratará de venderlo en su frente interno como una legitimación de su programa nuclear ante la comunidad internacional y como la vía regia para liberarse de las sanciones económicas e iniciar un curso de inversión y crecimiento.
Pero el significado del acuerdo excede con creces el problema nuclear y habla mucho de los conflictos regionales y de los dilemas de la política norteamericana. Obama asumió la presidencia de Estados Unidos con el objetivo de cerrar las dos experiencias fallidas de la presidencia de Bush, la ocupación de Irak y Afganistán, y poder reorientar de esa manera la política exterior hacia otros puntos en que se juega el interés nacional imperialista, sobre todo en el Asia Pacífico donde Estados Unidos busca reafirmar la posición de los aliados (Japón, Corea del Sur) frente al avance de China.
Desde ese punto de vista, su política exterior fue fallida. Terminará su segundo mandato con Estados Unidos participando en otra guerra en Irak y Siria (y quizás en Libia y/o Yemen) contra el Estado Islámico y sus grupos afines, un enemigo surgido de las condiciones mismas creadas por la ocupación norteamericana de Irak y alimentado por el curso reaccionario que tomó la situación con la derrota de los procesos de la primavera árabe.
Este es el marco para el giro pragmático del gobierno de Obama que ha priorizado acelerar un acuerdo con el régimen iraní en torno a su programa nuclear. Estados Unidos necesita la cooperación de Irán para combatir el Estado Islámico (EI) y lograr restablecer alguna semblanza de estabilidad en Irak (y más en general mantener bajo control a las minorías shiitas activas en otros países), y a la vez, para avanzar en la retirada de tropas de Afganistán que se está mostrando cada vez más dificultosa frente a la resistencia persistente de los talibán.
Con este acuerdo, Estados Unidos admite que no le da la relación de fuerzas para destruir el programa nuclear de Irán, lo que implicaría abrir otro frente militar en un país de 80 millones de personas. El objetivo realista es mantenerlo controlado para que la actividad de enriquecimiento de Irán esté por debajo del umbral para fabricar armas nucleares.
La esperanza norteamericana es que en los próximos años se produzca un “cambio de régimen” y que surja un gobierno más afín a sus intereses, ya sea producto de un proceso evolutivo y pacífico –que vayan ganando terreno los reformistas y marginando a los conservadores- o por un giro más brusco de la situación por la dinámica social conflictiva. En caso de que este acuerdo se rompa, el cálculo de Estados Unidos y sus aliados es que tendrían un año para organizar la respuesta y evitar que Irán dé el salto a obtener armamento nuclear.
Lo más importante es que este acuerdo implicaría el inicio del restablecimiento de las relaciones entre Estados Unidos e Irán, interrumpidas desde la revolución de 1979. Este hecho no es menor dada la importancia histórica que ha tenido Irán en la arquitectura del dominio norteamericano en Medio Oriente.
Obama se juega el final de su mandato en este acuerdo. Como se sabe, tiene una fuerte oposición interna en el Congreso de mayoría republicana. En el plano externo, esta política hacia Irán es duramente resistida por Arabia Saudita, Turquía e Israel donde acaba de ganar un nuevo mandato el derechista Benjamin Netanyahu, quizás el vocero más estridente de los halcones que agitan contra la amenaza nuclear pero en realidad se oponen a que Irán pase de paria internacional a socio de Estados Unidos en Medio Oriente.
La alternativa de este sector lleva inevitablemente a un enfrentamiento militar contra Irán para resolver el dilema que dejó planteado la derrota de la política militarista de Estados Unidos. La invasión a Irak y el derrocamiento de Saddam Hussein rompieron los equilibrios regionales que se habían sostenido durante décadas. Su principal efecto colateral fue el fortalecimiento regional de Irán, el enemigo número uno de Estados Unidos y sus aliados –Arabia Saudita e Israel. El advenimiento en Irak de la mayoría shiita al poder le dio a Irán una proyección de potencia regional que hasta el momento no tenía. Con un sistema de alianzas basado en el régimen de Bashar al Assad en Siria, Hezbollah en el Líbano, Hamas en los territorios palestinos e Irak, el régimen iraní se volvió una pieza indispensable para la seguridad de Estados Unidos, no solo en Irak sino también para tratar de encontrar una salida estable a la ocupación de Afganistán y combatir al Estado Islámico. Esto mismo hace que se incremente la influencia regional de Irán, que ahora se ha extendido hasta Yemen.
Sin embargo, la República Islámica tampoco la tiene fácil. La llegada al poder en 2013 de Hassan Roahni, un clérigo moderado que representa al sector llamado “reformista” en oposición al sector conservador del clero, facilitó este giro político de Washington que ve una ventana de oportunidad para lidiar con el problema iraní. Pero en caso de que el acuerdo fracase o que haya provocaciones de aliados norteamericanos resurgirán con fuerza las fracturas del régimen iraní, que usa demagógicamente el antinorteamericanismo para justificar su política de control social.
Está por verse si este acuerdo ayudará a la estabilidad o potenciará tensiones y rivalidades. El Medio Oriente está inmerso en una situación a la vez reaccionaria y altamente inestable. Después de la enorme convulsión que significó la primavera árabe, que llevó al derrocamiento de aliados fundamentales de Estados Unidos, como Mubarak en Egipto, el gobierno de Obama está volviendo a una línea “realista” de buscar que se equilibren las potencias regionales que disputan la hegemonía. Esto hace que Estados Unidos trabaje en común con Irán en Irak y Afganistán y parcialmente en Siria, pero esté enfrentado a sus aliados en Siria y Yemen.
Se abrió un periodo de fuertes disputas y rivalidades entre los diversos actores para lograr un posicionamiento más favorable a los intereses de cada uno. Esta situación ha llevado a algunos analistas a plantear que el destino de la región está regido por los avatares de una “guerra fría” entre Irán y Arabia Saudita.
El conflicto en Yemen podría ser la antesala de una conflagración mayor, ya que es allí donde se está probando la alianza “sunita” impulsada por Arabia Saudita para lograr frenar al avance de los hutíes (y por lo tanto de Irán).
La guerra contra el Estado Islámico puede ser un proceso prolongado y costoso, de hecho el propio gobierno norteamericano habla de años más que de meses. Por otra parte no está dicho que el EI será la única o la última organización de este tipo que cause problemas a occidente y sus aliados. La liquidación del islamismo moderado como agente de desvío por la vía de la “reacción democrática” de los procesos de la primavera árabe alimenta el surgimiento de variantes radicalizadas como el Estado Islámico que encuentran eco no solo en los países musulmanes sino también en las comunidades árabes en occidente.
Si se toma como parámetro la última oleada de ruptura de variantes radicalizadas del islamismo sunita, como el GIA argelino o el grupo Gamaa Islamiya en Egipto, el combate estatal contra estos grupos se extendió como mínimo por una década.
Como ha sucedido históricamente los conflictos en la región tienen proyección y alcance internacional. Los atentados en París del pasado enero quizás sean un anticipo de una tendencia que puede extenderse en los próximos años.