Los acontecimientos recientes en Guadalajara aunado a la reciente visita del presidente de Colombia, Rafael Santos, a México, actualizaron la discusión sobre el narcotráfico y la militarización en el país, a lo cual nos referiremos en esta columna.

Uno de los objetivos de la visita mencionada fue la firma de tres acuerdos para “fortalecer la lucha contra el narcotráfico”, incluyendo acuerdos de extradición, asistencia jurídica y colaboración en la implementación de técnicas especiales de investigación, en el marco de lo cual el presidente colombiano expuso que buscan “aumentar nuestra capacidad para actuar con mayor eficacia y transparencia contra el crimen internacional”.

No es casual esta reunión y los acuerdos suscritos entre los presidentes de México y Colombia respecto a la lucha contra “el crimen internacional”. Los gobiernos de ambos países, durante las pasadas décadas, mostraron un extremo disciplinamiento respecto a los planes de Washington en el subcontinente latinoamericano, y son los principales aliados regionales a sus lineamientos en el terreno diplomático, militar y político, dentro de lo que destaca la llamada “lucha global” contra el narcotráfico.

En ambos países, bajo el manto de la lucha contra el narcotráfico se buscó fortalecer al estado y en particular a las respectivas fuerzas armadas en su accionar disciplinador y represivo contra los trabajadores y los sectores populares. En México, que funge como el patio trasero de los Estados Unidos, esto fue denunciado por múltiples organizaciones sociales y personalidades democráticas como un recrudecimiento de la militarización del país, particularmente desde el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012) y lo que va del gobierno de Enrique Peña Nieto.

En ese sentido, por detrás del velo de los llamados a la lucha contra el narcotráfico y de la confrontación entre el aparato del estado y los distintos carteles actuantes, tras el velo de los elementos que expresan tendencias a la descomposición estatal y a la más absoluta degradación propia del capitalismo contemporáneo; aparecen claramente delineados dos cuestiones fundamentales: la subordinación a la política del imperialismo estadounidense, y objetivo de disciplinar al movimiento de masas.

La subordinación política, militar y diplomática a los EE. UU.

Como plantea un articulo de Jimena Vergara publicado en la revista Armas de la Crítica “La absoluta subordinación de México al vecino del norte en materia económica, política y de seguridad, que inició su ciclo recolonizador a mediados de los años noventas del siglo pasado con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio, ha generado un caldo de cultivo propicio para los monstruosos fenómenos sociales que aquejan al país…”

Aquí queremos referir que, en la política desarrollada por los gobiernos mexicanos frente a la cuestión del narcotráfico, se evidencia la subordinación al imperialismo estadounidense que excede el terreno económico y se extiende al militar y diplomático, y que en el caso de nuestro país –como en el de Colombia– lo ubican como el alfil de EE.UU en la región.

La militarización de la lucha contra el narco inició desde fines de los `70 –por ejemplo con la quema de plantíos durante la Operación Cóndor– y fue recrudecida en los últimos dos sexenios, respondiendo al mandato de Washington que calificó al tráfico de drogas como uno de los grandes “enemigos públicos”, y profundizó la política prohibicionista desplegada durante el siglo XX.

Esta subordinación se verificó con la injerencia de las distintas agencias de seguridad estadounidenses, mediante el uso de las formas de extradición para encarcelar o realizar pactos con los narcos. En ese mismo sentido fue la Iniciativa Mérida, que estableció los lineamientos para la “lucha contra las drogas” y otorgó 1,200 millones de dólares a México para equipar sus fuerzas de seguridad.

La acción del gobierno de Estados Unidos se rastrea también en los vínculos de las agencias estadounidenses con el “crimen organizado”. Según documentó Anabel Hernández en su libro “Los Señores del Narco”, durante los `80, el narco colombiano y el mexicano fueron la vía para hacer llegar recursos a la contra nicaragüense, después de los escándalos de la llamada conexión Irán-contras.

Millonarios “donativos” eran entregados por quienes luchaban contra el gobierno sandinista, a cambio de facilidades para ingresar cocaína, heroína y marihuana al territorio estadounidense. Así ascendió la estrella de capos colombianos como Pablo Escobar Gaviria, y el entonces llamado “Cartel de Guadalajara”, liderado por Ernesto Fonseca Carrillo y Miguel Ángel Félix Gallardo, que actuaban como intermediarios de los sudamericanos. Existia, más allá del discurso de EE. UU., una peculiar asociación económica con los señores del narco. Es indudable que la política prohibicionista favoreció –como lo hizo en su momento la Ley Seca respecto a la mafia– el desarrollo de los “carteles” y su penetración en el territorio estadounidense.

Ante el poder creciente de los cárteles mexicanos –que fueron desplazando a sus pares colombianos–, Washington buscó fijar “reglas de juego”. Al calor de la mayor integración económica –expresada tanto en la economia legal como en la ilegal– la militarización impuesta por EE.UU. pretendió disciplinar a las distintas facciones y mantener de este lado de la frontera la inestabilidad generada por sus disputas internas. México se convirtió en una franja de amortiguación, un “campo minado” para la población que sufrió las terribles consecuencias.

Militarización y “guerra contra el narcotráfico”

Ya en otros trabajos planteábamos que la militarización tenia distintos objetivos. Por una parte, es la forma del estado de participar en la sangrienta guerra entre carteles y responder al hecho de que los militares y políticos coludidos con determinadas facciones de narcotraficantes sufren los embates de las facciones contrarias como consecuencia de la creciente asociación con tal o cual bando en pugna.

Es también una forma de disciplinar y limitar el descontrol de sangre y fuego desatados por los narcotraficantes, que como resultado de su carácter lumpen y delincuencial, responden a cada agresión de sus adversarios y a la propia acción del estado. Así también, como sostienen distintos periodistas e investigadores, la acción militar no sólo buscaba disciplinar sino también favorecer a distintos carteles frente a otros.

A la par, la militarización tiene también un objetivo evidente en relación al movimiento de masas: atemorizar a los trabajadores y el pueblo, cercenar las libertades democráticas más elementales –generando en entidades enteras un verdadero estado de sitio–, y preparar las condiciones para la persecución, el aislamiento y el asesinato de luchadores sociales y de derechos humanos, así como de verdaderos juvenicidios y feminicidios.

El caso más claro y reciente de ello está en Guerrero, donde por detrás de las desapariciones y de la acción del ejército y la policía contra los normalistas está la colusión entre el estado y los grupos de narcotraficantes.

La militarización es claramente funcional a garantizar la explotación, opresión y miseria de las masas mexicanas. Frente a esto, la emergencia de un amplio y profundo movimiento nacional e internacional exigiendo la aparición de los 43 y concentrando, de esa forma, el reclamo por los cientos de miles de muertos y desaparecidos, marcó un importante cambio en México.

Ante eso está planteado retomar el camino de movilización y de lucha, para lograr la aparición de nuestros compañeros, y poner un alto a la militarización y enfrentar la acción tanto del estado como de las bandas del narcotráfico. En ese camino, la lucha contra la dominación imperialista y los gobiernos sirvientes en la región es una tarea impostergable.

En próximas columnas de opinión, desarrollaremos otros aspectos de este fenómeno económico y social y la perspectiva del marxismo frente al mismo.

Publicado por Pablo Oprinari

Pablo Oprinari | @POprinari :: MTS (Ciudad de México)

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