La profundidad de la crisis del Régimen del 78 no permite una recomposición del mismo, más allá de estabilizaciones frágiles. La izquierda reformista y el bloqueo a la impugnación del régimen.
La crisis de gobernabilidad en curso pone de manifiesto, de una manera aún más aguda, que el Estado español lleva incubando elementos de crisis orgánica al menos desde 2011. Esta categoría, que es parte del acervo teórico del revolucionario italiano Antonio Gramsci, sirve para definir crisis que lo son de conjunto -es decir económicas, sociales y políticas- y para las cuales los mecanismos habituales de la burguesía para lograr resolverlas no sirven.
El Régimen del 78, 30 años de éxitos para la burguesía
Una situación así, puede abrir un período de cuestionamiento histórico al régimen político y su sistema de partidos, a partir, en el caso español, del fracaso “de una gran empresa”. ¿Cuál es esta empresa? Podríamos decir que el mismo Régimen del 78, entendido como la conquista de la burguesía española que le permitió salir airosa de la crisis de la Dictadura, poner las bases del segundo “milagro español” y sobre esto crear un marco político común en el que integrar a las burguesías vasca y catalana.
El primer elemento se conquistó con una colaboración clave de las principales direcciones políticas de la clase trabajadora -el PCE y el PSOE-, el tránsito hacia una democracia parlamentaria -con tutela regia en su nacimiento y con el mantenimiento de competencias bonapartistas en la Corona para usar en caso de necesidad- y, tras el ajuste brutal de los primeros años, la concesión de un débil “Estado del Bienestar” y mejores condiciones laborales para amplias capas de trabajadores del sector público y privado.
El segundo se apoyó en la desmovilización social del “desencanto” para “modernizar” la economía sobre los hombros de la clase trabajadora. Los años de la reconversión industrial, el paro de masas y la heroína, fueron el precio que la clase obrera pagó y sobre los que se asentó un capitalismo español menos industrial, más ligado a negocios muy dependientes del Estado y el tercer sector y que logró despegar de la mano de las privatizaciones, la precariedad laboral (que dejó a un tercio de la clase obrera -jóvenes, mujeres e inmigrantes- lejos de las conquistas de los estratos más altos) y el boom del ladrillo y el crédito barato a finales de los 90 y durante los primeros 2000.
Por último, el tercero vino de la mano del Estado de las autonomías. Un acuerdo político y económico que concedió a la burguesía vasca una autonomía fiscal casi plena, pero no así a la catalana (con un peso en el PIB estatal casi el doble que el de la primera). A cambio de una importante autonomía política y administrativa, y de beneficiarse de la expansión internacional del capitalismo español -entrada en la UE, extensión de las multinacionales con la Corona de embajadora…- , aceptaron contribuir a la “caja común” con la que se aceitó en regiones menos dinámicas económicamente buena parte de los negocios privados cultivados a la sombra de administraciones locales y autonómicas en las tres últimas décadas.
El fracaso de una “gran empresa” burguesa
El retroceso del capitalismo español tras la fuerte caída desde finales de 2008 hasta 2014 sigue sin revertirse, aún a pesar de las últimas cifras de crecimiento económico. Si además miramos los indicadores que hacen referencia a la recuperación de niveles de vida la situación sigue siendo de grave crisis social, con un desempleo de masas por encima del 20%, casi la mitad de los parados sin prestación y unos salarios un 20% inferiores.
La política del “centro” -los dos grandes aparatos del bipartidismo y las fuerzas conservadoras nacionalistas- han garantizado el rescate y recuperación de la banca y las grandes empresas, sin ninguna “contraprestación” para los millones de trabajadores y sectores populares que están en una situación mucho peor que en 2007. Esto llevó a un cuestionamiento creciente tanto de esas políticas -enunciadas como la “austeridad” y aplicadas en connivencia con las instituciones de la UE- y de sus “agentes”, la llamada “casta política”, cuyo rol ha quedado aún más al desnudo con el destape de cientos de casos de corrupción.
El fin del “milagro español” vino de golpe, y se derrumbó así la base sobre la que se había consolidado el régimen político heredero de la Dictadura. La “democracia parlamentaria” y sus partidos, no es ya percibida como lo fue tras 40 años de dictadura, sino que se desnuda su profundo carácter de clase, como un régimen corrompido, controlado por un puñado de grandes capitalistas -los de “arriba”- y quienes trabajan para ellos -la “casta”-. Todo al mismo tiempo que las “concesiones” que habían garantizado una legitimación social duradera se desvanecían o debilitaban, tanto el “Estado del bienestar” como el fin de la perspectiva de ascenso social intergeneracional que se condensa en la idea extendida entre la juventud de “viviremos peor que nuestros padres”.
Estos elementos son la base profunda de la llamada “crisis de representación” y explican que, más allá de los vaivenes electorales, el Régimen del 78 esté encontrando tantas debilidades para darle una salida duradera. Todas las salidas coyunturales a la crisis de gobierno tienen un coste en la dirección opuesta. Los partidos tienen que hacer malabares para autopreservarse, en especial el más golpeado, el PSOE. De ahí la resistencia de Sánchez a quemarse como “alternativa de la alternancia” con un apoyo a Rajoy. El siguiente gobierno será débil no solo parlamentariamente, sino en cuanto a legitimidad, porque su agenda seguirá estando marcada por el “ajuste”, es decir por seguir socavando las bases materiales que permitieron un relativo “consenso”.
La segunda gran falla de esta “gran empresa”, y que le da un grado de especificidad y agudeza a la crisis española, es el fracaso del llamado Estado de las autonomías. Tanto las pretensiones recentralizadoras del gobierno Rajoy, como el giro soberanista de los herederos del pujolismo -delfín del juancarlismo en Catalunya- tienen como telón de fondo el hecho de que sin “milagro español” hay que redefinir las condiciones del pacto. El Estado español, azuzado por una deuda pública superior al 100% del PIB y con un horizonte de lenta y débil recomposición tras el “desastre”, necesita un adelgazamiento administrativo y sobre todo un mayor control de los recursos de los que depende el cumplimiento del déficit y el reparto de los costes de la crisis -en lo que se refiere al menor aporte público a los negocios privados- que no lleve a la quiebra a sectores de burguesías centralistas, que son los representados por los aparatos del PP y el PSOE.
En otras palabras, el Estado central quiere más recursos de Catalunya -de momento con los vascos no se ha atrevido a meterse para no abrir otro frente- y los representantes de la burguesía catalana, que ve que sus contribuciones ya no tienen contrapartida en la arena internacional, defiende poder dedicar más recursos propios para al menos mantener el nivel histórico de atención desde la Generalitat a las “grandes familias” de la tierra. Esto se expresó en un principio con la pugna del pacto fiscal de Mas, pero la emergencia de un movimiento democrático de masas por el derecho a decidir en 2012 lo complejizó aún más.
La de por sí complicadísima renegociación del modelo territorial y fiscal en el nuevo escenario post-2008 tiene que lidiar con la necesidad de los convergentes de sobrevivirse como aparato y que sea suficiente para actuar de desvío a un movimiento que, a pesar de los 4 años de juego de la marmota, demostró la pasada Diada seguir vivo.
La baja lucha de clases, su principal balón de oxígeno
Es innegable que todos estos elementos sacan a la luz el surgimiento de “nuevas formas de pensar”. Las “verdades” sobre las que se asentaba la manera de dominar de la burguesía en las pasadas décadas no se aceptan rutinariamente por millones. Desde las virtudes de la estabilidad bipartidista, la “democracia” como expresión de la voluntad popular, la UE como un proyecto supranacional fraternal, el Rey “campechano” o la indisolubilidad del Estado español, son algunas de las principales.
Las nuevas ideas han tenido una expresión en el terreno de la lucha de clases todavía muy limitado. Se plasmaron en el movimiento de las plazas del 15M, las manifestaciones posteriores, la emergencia de algunos movimientos sociales como la PAH y de forma más limitada en algunas luchas obreras puntuales, como las huelgas generales de 2012. Sin embargo han impactado mucho más en el terreno electoral, con la emergencia de nuevas formaciones por derecha -Ciudadanos, aunque sea un invento del propio establishment- y por izquierda -Podemos, expresión de un desafecto al Régimen mayor que el proyecto de sus dirigentes de regenerarlo-.
Este desarrollo es, hoy por hoy, el principal balón de oxígeno para que las contradicciones acumuladas no se transformen en una intervención histórica de los trabajadores y sectores populares de manera independiente, y se abriera así una situación revolucionaria o prerrevolucionaria más clásica, en la que, parafraseando a Lenin, los de arriba no pudieran seguir gobernando y los de abajo no quisieran seguir siendo gobernados por ellos. El rol combinado de la política de contención y desmovilización de la burocracia sindical -ayudado por los golpes de la crisis y años de derrotas y desorganización- y las ilusiones vendidas por el nuevo reformismo en un cambio gradual, electoral y negociado con una parte del régimen, han actuado como bloqueo a esta vía. Es por eso que la situación es más de un interregno en el que como definía Gramsci, lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer.
Un “empate” que, más allá del corto plazo, sólo puede tener una salida “radical”
Esta suerte de interregno es el que no está logrando vías de resolución. No se puede descartar que logre estabilizaciones relativas, como sería la formación de un gobierno con el respaldo parlamentario suficiente para hacer los “deberes” urgentes (plan de ajuste de choque de al menos 10.000 millones). Pero está lejos de encontrar una salida duradera, a la altura de la que se logró hace 40 años, que sellara un nuevo consenso entre gobernantes y gobernados, y a la vez entre las burguesías periféricas y centrales. Que se pueda dilatar más o menos en el tiempo dependerá del grado en que golpeen elementos como la misma situación económica – ¿y si se abriera otro capítulo recesivo mundial? – , de la crisis de la UE tras el Brexit y el auge de la extrema derecha – ¿una vuelta a los aprietes de austeridad y sobre la prima de riesgo? – o un salto en forma de lucha de clases más aguda fruto de la crisis social o de movimientos democráticos como el catalán.
Todo intento de sobrevivirse del mismo Régimen y sus agentes viene hasta ahora por derecha, no hay margen económico para “bálsamos”. La carta aún no empleada sigue siendo la Corona, que podría volver a intentar jugar un rol disciplinador y bonapartista para forzar a un nuevo “consenso” refundador del Régimen del 78. Sin embargo Felipe VI no contaría, a diferencia de Juan Carlos I, ni con agentes tan implantados y fuertes como el PCE en “los de abajo”, ni con una contraparte política, como fue la democracia, para endulzar los duros ajustes económicos que se quieren descargar sobre los trabajadores.
Por derecha también pueden surgir otras alternativas radicales más outsiders, como estamos viendo en Europa, que hagan bandera de la vuelta al Estado nación, la xenofobia y el racismo. Si bien aún el PP logra contener estas tendencias.
Pero también el desempate puede venir por izquierda, lo que significaría que ante la incapacidad de los de arriba termine abriéndose paso la movilización de los sectores populares con la clase trabajadora al frente. Hasta el momento, este ha sido el camino rechazado por los dirigentes del nuevo reformismo, con Podemos a la cabeza. Su hoja de ruta ha terminado siendo dejar las calles, llegar a las instituciones y desde ellas, y en acuerdo con el ala izquierda del Régimen -el PSOE-, hacer la política “posible”. Algo más cercano a la vieja práctica del PCE e IU, que a lo más rupturista de las “nuevas formas de pensar” que vienen emergiendo.
Sin embargo hay otra hoja de ruta posible. La crisis de gobernabilidad es un elemento que ha venido a agravar aún más la crisis de representatividad de los partidos tradicionales y la institución parlamentaria. Pero además este agravamiento incorpora también de lleno a parte de lo nuevo, el recambio por derecha que representa Ciudadanos, y deja en cuestión para un sector significativo de su electorado la hipótesis Podemos y su cada día mayor integración en el propio régimen.
En este terreno es totalmente pertinente que desde la izquierda que no comulga con la estrategia que representan hoy Iglesias y Errejón, se levante la necesidad de impulsar una fuerte movilización social que impugne al Régimen en su conjunto. Que los trabajadores, la juventud y los sectores populares no permanezcan como convidados de piedra a las negociaciones “por arriba”. Para que así sea, se ha de retomar la organización y movilización capaces de tumbar el Régimen del 78 y que las grandes demandas democráticas y sociales pendientes -y totalmente fuera de agenda de dichas negociaciones- puedan ser resueltas definitivamente peleando por abrir procesos constituyentes libres y soberanos en el Estado y las nacionalidades. Esta debería ser la hoja de ruta que vertebrara una verdadera “vuelta a las calles”, como la que plantean sectores desencantados con Podemos, para que el retorno de lo social se realice en un plano político superior al surgimiento del nuevo reformismo.