Lo impensable deja de serlo cuando se vuelve realidad. Contra todos los pronósticos y los usos y costumbres de la corrección política, Donald Trump se convirtió en el 45º presidente de los Estados Unidos y, por lo tanto, en el hombre que ocupa la posición de poder más importante del mundo.
Eso no es todo. Los republicanos se alzaron, además, con la mayoría en ambas cámaras y, por lo tanto, tienen la capacidad de formatear la Corte Suprema con una mayoría de jueces conservadores. Es decir, la suma del poder estatal de la principal potencia imperialista está ahora bajo comando de la fracción de extrema derecha del bipartidismo norteamericano. Aunque aún está por verse cómo responderá el partido republicano, que se opuso mayormente al liderazgo de Trump y no comparte en lo fundamental su programa económico.
Ya es un sentido común que la fuerza que llevó a Trump a la presidencia es una profunda “revuelta populista” de una multitud de descontentos que encontraron en este magnate xenófobo, racista y misógino, un vehículo para expresar su bronca contra el establishment político de ambos partidos. Fue una bofetada a esa élite para la que estos millones de trabajadores y sectores medios, que han perdido sus empleos o temen perderlos y que no han visto ningún progreso en décadas, han sido invisibles.
Los grandes medios liberales lo diagnosticaron de “narcisista”. En realidad más que una patología psíquica, lo de Trump, es demagogia política clásica. Esto explica la contradicción aparente de que el líder de esta protesta contra el establishment sea nada menos que uno de los empresarios más ricos del país. Sin dudas Trump interpretó la disposición de la norteamérica blanca postergada a encontrar un “salvador”. Se puso así en el lugar del “hombre fuerte” que usa su enorme poderío económico y su éxito personal como garantía de su capacidad para aplicar grandes soluciones: construir un muro en la frontera con México, deportar a 11 millones de inmigrantes ilegales, poner un arancel del 35% a importaciones chinas, rechazar los protocolos contra el cambio climático, hacer que vuelvan los viejos empleos perdidos a Estados Unidos.
Si bien las razones que llevaron a una mayoría de norteamericanos a votar por Trump son en una primera lectura domésticas, están relacionadas con la decadencia del poderío norteamericano en el mundo y el fracaso de la política exterior de “centro” que llevó adelante Obama para recomponer, con métodos defensivos en la forma -deshielo con Cuba, acuerdo nuclear con Irán- pero ofensivos en el contenido -tratados de libre comercio, pivote hacia Asia-, el liderazgo de Estados Unidos, seriamente cuestionado por la estruendosa derrota de la política guerrerista de Bush (Afganistán, Irak y la guerra “preventiva”).
No casualmente el principal eslogan de campaña de Trump fue “volver a hacer grande a Estados Unidos” por la vía del aislacionismo selectivo en el uso del poderío militar, el proteccionismo económico contra competidores como China y socios como México, y la reafirmación de los “valores norteamericanos” –es decir, conservadores- frente a la amenaza de lo “otro”: inmigrantes, minorías diversas (afroamericanos, sexodiversas, etc.).
Aún en campaña, cuando todavía era el candidato improbable, Trump vaticinó que su triunfo sería “un Brexit multiplicado por tres”. Quizás se quede corto. El impacto de este giro brusco en la política norteamericana está llamado a tener consecuencias geopolíticas de largo alcance, y probablemente es la muestra más contundente de que las bases del orden neoliberal, que comandaba Estados Unidos desde su triunfo en la guerra fría y de los partidos del “extremo centro”, fueron carcomidas por la crisis capitalista de 2008.
En ese sentido confirma y refuerza el mensaje del Brexit y del ascenso de otros émulos de Trump en el mundo, como los partidos de la extrema derecha europea: el Frente Nacional, el UKIP, los partidos xenófobos de Europa del este y también las fracciones más extremas de las derechas clásicas.
Se ha abierto una etapa de mayores tensiones interestatales en la que están inscriptos conflictos económicos y militares de envergadura y “soluciones de fuerza” frente amenazas de la lucha de clases, en la que si bien hay polarización, es la extrema derecha la que por ahora tiene la ventaja, frente a una centroizquierda tímida que sigue siendo una variante de los partidos social liberales.
El vuelco dramático en los Estados Unidos sigue un patrón similar al de América Latina, donde los gobiernos “populistas” de la última década mantuvieron intacto el poder de los capitalistas y, cuando estalló la crisis, comenzaron a aplicar ajustes como hizo Dilma en Brasil, y prometía hacer Scioli en Argentina, abriendo las puertas a la derecha.
Esto nos lleva a una de las principales conclusiones que se desprenden del triunfo de Trump para quienes luchamos contra esta sociedad capitalista.
Obama asumió en condiciones excepcionales. Entusiasmó a una amplia coalición de jóvenes, trabajadores, mujeres, afroamericanos e inmigrantes con la promesa de una salida reformista progresiva a la crisis capitalista y a las guerras imperialistas.
Pero desilusionó rescatando a Wall Street y a las grandes corporaciones con dinero público, mientras millones de estadounidenses del común veían esfumarse sus casas, sus empleos y su nivel de vida, con una dirigencia sindical que hace tiempo le vendió su alma a las patronales y tolera los empleos basura como el “modelo Walmart” producto del cual solo un 6% de los trabajadores del sector privado están sindicalizados.
Si Obama había encarnado la “ilusión populista” por izquierda, Hillary Clinton era la restauración del establishment corporativo y guerrerista, la confirmación de que no hay otra cosa que la política as usual. Ni la burocracia política ni los grandes medios corporativos ni los encuestadores fueron capaces de registrar el profundo rechazo a este estatus quo que encontró expresión por extrema derecha en Trump.
¿Era inevitable este giro? Aunque parezca improbable, no lo era de ninguna manera. La emergencia de la candidatura de Bernie Sanders en la primaria demócrata fue la sorpresa por izquierda. Sanders se definía como “socialista democrático” aunque esto en su concepción no fuera más que una suerte de reedición de las políticas redistributivas tradicionales del partido demócrata. Denunció a Hillary Clinton como parte de la élite al servicio de las corporaciones y los bancos. En su campaña tomó reivindicaciones como el salario mínimo de U$15. Y con ese discurso entusiasmó a una nueva generación. Aplastó a Clinton entre los jóvenes menores de 30 años e incluso ganó en los estados del viejo cinturón industrial. De hecho en las primarias sacó casi los mismos votos que Trump, cerca de 14 millones.
Sin embargo, toda esta fuerza y este entusiasmo se licuaron. Sanders mostró lo que era: apoyó a Clinton sin chistar y se olvidó de su prometida “revolución política”. Se subordinó a los mismos agentes de las corporaciones a los que denunció en su campaña. De esta manera, le dejó a Trump las banderas del descontento contra la casta política y la desigualdad obscena.
Es verdad que la clase obrera, principalmente industrial, no se ha recuperado de la derrota de la década de 1980 que abrió el camino al neoliberalismo. Pero nada dice que necesariamente los sectores de “cuello azul” iban a votar casi sin fisuras a Trump de haber existido una alternativa de izquierda al bipartidismo capitalista.
Históricamente, los movimientos populistas surgen como respuestas a crisis profundas y polarización social y política. En un sentido, Trump no cayó del cielo, y fue largamente anunciado por la emergencia del Tea Party (aunque este no era antagónico con la “globalización y tenía base social en pequeños empresarios), la derechización del partido republicano y la re emergencia de una derecha rancia, la llamada “alt right”, compuesta de supremacistas blancos y otras delicias.
Sin dudas es un síntoma de la decadencia norteamericana y un producto de décadas de reacción política. El hecho de que Trump haya podido canalizar la frustración de los sectores más atrasados de los asalariados y las clases medias hacia la xenofobia y el proteccionismo es un llamado de atención, un alerta para los explotados y oprimidos. Estamos antes la peligrosa fragmentación entre la clase obrera y sus aliados, las minorías afroamericanas y latinas, las mujeres. Más que nunca es necesario construir fuertes partidos de izquierda obrera y revolucionaria que recompongan la unidad de los explotados y oprimidos a nivel nacional e internacional, y permitan articular la única fuerza social y política poderosa para derrotar el poder de los capitalistas, ya sean demagogos populistas como Trump o reaccionarios ocultos tras máscaras progresistas como Clinton que tienen sus imitadores en casi todos los países del mundo.