El sábado 17 de enero se transmitió en un canal público «Ciutat Morta», el documental que denuncia un grave caso de corrupción policial, judicial y política en Barcelona, que acabó con el suicidio de Patricia Heras. La vieron 569.000 espectadores y nada más terminar, cientos de jóvenes se movilizaron frente al palacio de la Generalitat.
La noche del 4 de febrero de 2006, Guardia Urbana (policía local) desalojó por la fuerza un teatro ocupado del centro de Barcelona, donde se celebraba una fiesta que tenía permiso legal. Durante las cargas, empezaron a caer objetos del edificio. Una maceta impactó en la cabeza de uno de los agentes, que quedó en estado de gravedad. La policía detuvo a cinco jóvenes acusados de homicidio. Entre ellos a Patricia Heras, quien se quitó la vida cinco años después, el 26 de abril de 2011.
Pasados nueve años se transmite Ciutat Morta —premiada en el Festival cine de Málaga— en un canal público. La noticia se viralizó con la consigna #BaixaAlBar (baja al bar), tanto que miles y miles se juntaron en más de 300 locales de asociaciones vecinales y colectivos juveniles y sociales, en bares y casas de amigos y amigas. La energía se desató dos horas más tarde, cuando acabó el documental y cientos de jóvenes se manifestaron hacia la Plaza Sant Jaume, frente al Gobierno de la Generalitat.
Fue una cita de lucha, de rebeldía, de necesidad de gritar lo silenciado durante nueve años por los medios y el gobierno. Una cita para ver cómo en «Ciutat Morta» se producía el «desmontaje» de cada una de las piezas—fuerzas policiales, órganos de Justicia, Ayuntamiento, partidos políticos— de un «gran montaje».
Barcelona es una ciudad llena de contrastes cercanos. El Teatro ocupado estaba en el barrio de Sant Pere del distrito de Ciutat Vella. Cerca está el Museo Picasso, la Catedral de Santa María del Mar o el Palacio de la Música.
Si de contrastes hablamos, en medio de toda esta maravilla cultural y arquitectónica, está el popularmente llamado «Forat de la Vergonya» (agujero de la vergüenza). Así lo denominaron los vecinos y la juventud sin techo, a un gran terreno sin construir, cuando se unieron para a movilizarse contra el plan del Ayuntamiento, corriendo las voces de «esto es un agujero y una vergüenza».
Es que este «agujero» se encontraba en una de las zonas céntricas de Barcelona más deseadas por las empresas turísticas, que junto a las constructoras, venían planificando la «expropiación» de las casas de las familias que allí habitan, con promesas de recolocación en supuestas infraestructuras mejores. Pero el plan acabó siendo otro: convertir estas viviendas populares en lofts para profesionales de alto nivel y un parking privado.
Para todo ello, el documental explica cómo se actuaba para dividir a los vecinos de los jóvenes. Estigmatizarlos y perseguirlos era una táctica para que los vecinos sientan el hastío de estos «revoltosos okupas», y así quieran «huir» del barrio.
Allí estaba el Teatro ocupado por jóvenes sin vivienda. Y aquí otro contraste con los lujosos hoteles y caros restaurantes de los alrededores. Esos que la mayoría de la juventud, la precaria y en paro, no puede disfrutar. Mientras tanto, la estigmatización se les pega para siempre en sus vidas, por su piel, su peinado, sus «pintas».
Los testimonios de Patricia Heras se hunden como espadas en nuestros pechos. Lo suficiente para sentir que su muerte no merece «Ni Olvido, Ni perdón». La detienen con su amigo Alfredo en un hospital, al que fueron tras caerse de una bicicleta. Iban felices, riendo después de un día lleno de aventuras, muy merecido después de trabajar duramente en un bar. Casualidades fatídicas, en ese hospital estaban tres detenidos del Teatro ocupado, Rodrigo Lanza, Juan Pintos y Álex Cisternas, trasladados a urgencias después de las graves lesiones producidas por los golpes y torturas de la policía.
Y aquí, una de las piezas del montaje: Justicia y Fuerzas policiales. El juicio comenzó en 2008. Y fueron condenados entre 3 y cuatro años y medio de cárcel. En junio de 2009, tras el recurso presentado por la defensa, el Tribunal Supremo revisó la sentencia y, a pesar de su demostrable inocencia, se aumentaron las penas de algunos detenidos.
Mientras tanto, dos de los agentes de la Guardia Urbana que declararon en su contra durante el juicio, habían sido condenados por torturas y falso testimonio en otro caso anterior. Sin embargo, la jueza García Martínez archivó las denuncias de los detenidos diciendo que: “Aunque vengan mil más como usted [al abogado defensor], yo voy a creer a la Policía”. Y así es hasta el día de hoy.
Pero lo cierto es que Patricia no había estado en esa fiesta de final fatal. La policía no le creyó, o no quiso creerle para empezar el gran montaje: «Les comento lo de el accidente de bici, los testigos y la ambulancia, el rubio enorme me chilla que le enseñe los brazos, me levanto las mangas de la camiseta pero debajo llevo las medias de red, me chilla que me quite esa mierda y le explico que tendría que quitarme toda la ropa, más cólera y cuando quiero darme cuenta están esposándome gritando -¡es ella la de los cuadros en la cabeza¡- flipo y no sé como reaccionar, mi teléfono es requisado y pasa a disposición judicial. Se me ocurre preguntar porque me detienen, me contestan que por un mensaje en el móvil, y de qué se me acusa y es entonces cuando realmente me empiezo a preocupar, estoy acusada de homicidio…todo se vuelve confuso, oigo gritos que me acusan de haber estado en la ocupa de Sant Pere…»
Patricia, la de «los cuadros en la cabeza». Rodrigo, el «sudaca de mierda». Los «guarros» okupas, sucios antisistemas y todo tipo de maltratos que continuarán con palos y tortura policial.
Patricia no era «antisistema», ella se rebelaba tras su estética, cuentan sus amigas en el documental. Estudiaba filología y sus poemas la acompañaron hasta su muerte. Pero el sistema fue tanto contra ella, que no le quedó otra opción de defenderse contra él, junto a sus amigas, la madre de Rodrigo, los abogados de los demás detenidos y los jóvenes y amigos que durante años se movilizaron en las calles. Tuvieron que enfrentarse a gigantes: alcalde, jueza, policía; bajo el silencio cómplice de los partidos gobernantes y los grandes medios de comunicación.
Las piezas se encadenan, sigue el montaje: ex-alcalde Joan Clos y el gran silencio del PSC al que pertenece, junto a ERC y ICV-EU-IA. Hoy, el alcalde Javier Trias, aunque dijo no haber visto el documental, ha afirmado que «No podemos dudar de quien pone orden en la ciudad.» Sin embargo, un día después de lo sucedido el 4-F, el alcalde, Joan Clos, hizo declaraciones públicas sobre los hechos, que absolverían a los condenados. El tribunal se opuso a que el exalcalde declarara, tal como exigía la defensa. Pero éstas, aunque demostradas por cuatro peritos, se descartaron y comenzó el gran montaje con un cambio de la versión de los hechos por parte de la policía y así imponer la condena sea como sea y quien sea. Necesitaban eximir de responsabilidades al Ayuntamiento de Barcelona, propietario del Teatro y que había dado permiso a la fiesta, ante la imposibilidad de identificar al supuesto autor de arrojar la maceta.
La condena y la gran represión. Esa que se impone por luchar, por protestar, por ser gay, latino, tener «otras pintas» y hasta por intentar divertirse en una ciudad vedada para ello: «Alf y yo volvemos para casa muy contentos, lo pasamos muy bien y nos reímos mucho, fue un día muy amable y tranquilín y entre risas me lleva el nene a casa en bici por las oscuras y tranquilas calles de la ciudad», contaba Patricia con una inmensa frescura, antes de que la detuvieran.
Maltratos, torturas, años irrecuperables en la cárcel injustamente. Esos que quedarán sellados con fuego en cada una de sus vidas. Menos la de Patricia, que se suicidó cuando salió con permiso penitenciario. Su compañera cuenta que, entre otras cosas, había sufrido un shock que se potenció al tener que volver a trabajar a un «bar horrible».
Patricia no se suicidó, la asesinó un sistema que desgarra a la juventud en el paro, la precariedad, la represión. Nuestra juventud, el «futuro sin futuro». En una carta de Rodrigo escrita desde la cárcel, que fue leída en una manifestación por su libertad, prometía luchar contra el sistema, «Un sistema que pretende esconder sus propios errores, encerrando a las mujeres y hombres que son víctimas de éstos (…) despojados de su libertad por un supuesto bien común que nunca se logrará.. que nunca veremos.»
Una juventud sin derechos, ni siquiera el elemental: el derecho a divertirse. «No permitiré que ahoguen mis gritos con cemento, no dejaré que me quiten la ilusión de soñar, ni las ganas de reír, ni sentirme vivo», gritaba su carta.
La bella Barcelona es una cuidad muerta para la juventud sin futuro. Este sistema crea sus enemigos de forma cruel: nadie podrá borrar el rostro de la «poeta difunta», Patricia. Así lo expresaba Rodrigo tras las rejas: «Sé que la cárcel me marcará el resto de mi vida. Pero nunca me ha hecho flaquear ni doblegar mi espíritu. Es más, ha fortalecido mis ganas de seguir luchando por mis principios, por cambiar este sistema podrido donde somos juzgados y castigados por el mero hecho de tener ideales».
Si la juventud tiene que salir a luchar por sus derechos elementales, cuando además la crisis capitalista se desata sobre ella con furia, la rebelión puede ser imparable y los deseos de revolucionarlo todo, también. De esto habla Ciutat Morta, de una Barcelona que también muestra cómo la juventud tiene un potencial terrible, arrasador y por ello contra ella se ensañan jueces, alcaldes y fuerzas represivas.