La elección de Donald Trump y el ascenso de la extrema derecha en Europa han reavivado el necesario debate sobre la relación de la izquierda con la clase trabajadora.

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Foto: Getty / Mediaphotos

“La izquierda necesita urgentemente su propio populismo”, escribía hace unos días Owen Jones, en su columna del británico The Guardian. Jones señalaba que las fuerzas de la “izquierda radical” europea están compuestas mayoritariamente por jóvenes universitarios o de clase media, señala que la unión entre estos sectores y los trabajadores es clave para poder enfrentar a la demagogia de la derecha populista.

“A menos que la izquierda eche raíces en las comunidades de clase trabajadora —desde los diversos barrios de Londres a las antiguas ciudades fabriles del norte—, a menos que utilice un lenguaje que cale en aquellos a los que una vez vio como sus votantes naturales y a menos que deje de ignorar los valores y prioridades de la clase trabajadora, la izquierda no tiene futuro político”, asegura el joven intelectual británico.

En la misma sintonía, el editor de la revista de izquierda radical Jacobin en Estados Unidos, Bhaskar Sunkara, aseguraba en una entrevista para Izquierda Diario que en ese país “la revitalización de la izquierda debe ocurrir a través de la revitalización de la clase obrera”.

Refiriéndose al hecho de que la izquierda radical norteamericana es débil y está “totalmente desconectada de la base social”, Sunkara afirmaba que el único camino posible de recomposición pasa por profundizar su relación con el movimiento obrero.

“Sé que suena muy trillado, pero creo que parte de la revitalización de la izquierda tiene que ocurrir a través de la revitalización del movimiento obrero y de las luchas de la base, y con acciones que construyan una base para la izquierda en las comunidades de la clase trabajadora”, sostenía el editor de Jacobin.

En el Estado español, después de la formación del nuevo gobierno conservador del Partido Popular, desde sectores de Podemos y de Izquierda Unida se ha comenzado a plantear también la necesidad de reforzar la lucha en las calles y las reivindicaciones de las y los trabajadores.

Aunque en este último caso lo hacen estrechando sus relaciones con las cúpulas de las burocracias sindicales de CCOO y UGT, es indudable que el crecimiento de fuerzas populistas de derecha, desde Trump a Marine Le Pen, reabre un debate estratégico sobre el futuro de la izquierda, y su relación con la clase trabajadora. Analizamos a continuación algunos aspectos del mismo.

Clase obrera, ¿qué clase obrera?

La necesidad de que la izquierda se construya como una fuerza orgánica entre la clase trabajadora lleva necesariamente a un primer debate sobre qué es la clase obrera a nivel mundial y en cada uno de los países.

Durante los años ‘80 y ‘90, en medio del auge neoliberal, los intelectuales posmodernos habían cuestionado el concepto mismo de clase obrera, hasta el colmo de asegurar que ésta había “desaparecido”. La situación era paradójica, porque en momentos en que el capitalismo se extendía como nunca antes en la historia a nuevas zonas del planeta para encontrar nuevos nichos de valorización, y por consiguiente las fuerzas cuantitativas de la clase trabajadora aumentaban vertiginosamente, ésta se daba por “desaparecida” en las aulas académicas.

Otros intelectuales, en cambio, aceptaban la existencia sociológica de la clase obrera, pero argumentaban que ésta había perdido toda relación con las tradiciones de lucha del pasado, porque los obreros fabriles ya no eran mayoritarios entre las y los asalariados, lugar ahora ocupado por una nueva clase trabajadora estructurada en los diversos estratos del sector de servicios.

Las fuerzas de la clase trabajadora no se encuentran solamente entre los obreros industriales que, por otra parte, a nivel mundial son muchísimos más que hace un siglo. La fortaleza objetiva de la clase trabajadora radica también en las y los trabajadores de servicios, de los bancos, del transporte, de la telefonía, de los bares, etc., es decir, en todas y todos los asalariados ‘que no tienen más que vender que su fuerza de trabajo’, delimitando por fuera a aquellos sectores que ocupan posiciones gerenciales o de mando, que actúan como brazos ejecutores del capital. Y diferenciándose también de los sectores medios o la “pequeñoburguesía”, ya sean profesionales autónomos, pequeños comerciantes o pequeños agricultores, etc.

Por lo tanto, no solo era falso el postulado del “fin del trabajo” hace 30 años, sino que, además, la clase obrera es hoy numérica y geográficamente mucho más extensa que hace 170 años, cuando Marx y Engels escribieron el Manifiesto Comunista.

Por ejemplo, en estos días podemos leer sobre las grandes huelgas de los trabajadores de Wall Mart en China, producto de la expansión del capitalismo a otras regiones, o las jornadas de lucha de los trabajadores del sector de servicios en Estados Unidos, que incluye a trabajadores de locales de comida rápida, trabajadores del aeropuerto de Chicago y trabajadores de Uber.

Ahora que los tiempos han cambiado y el neoliberalismo está en plena crisis, los intelectuales liberales ‘aceptan’ que la clase obrera existe, pero aseguran que es conservadora, ‘ignorante’ ‘machista’ y ‘racista’. ‘Miren, ha votado a Donald Trump’, sostienen. Otro presupuesto falso, que utiliza de forma intencionada para “culpar” a la clase obrera del triunfo de un derechista como Trump.

En primer lugar, es necesario aclarar que la clase obrera norteamericana no está formada solo por hombres blancos heterosexuales entre los 45 y los 60 años -que fueron los que mayoritariamente votaron a Trump, junto a gran parte de sectores medios-. La clase obrera de EEUU está conformada también por jóvenes precarios, mujeres, latinos, árabes, afroamericanos, gays, lesbianas, etc. Y en su mayoría estos sectores no votaron a Donald Trump, aunque ciertamente no se entusiasmaron con Hillary Clinton, porque era una candidata del establishment, detestada por muchos. Este último elemento político, sobre el papel del Partido Demócrata en las últimas décadas, que preparó su derrota, queda por fuera del análisis para muchos ‘progresistas’.

Aclarado esto, y volviendo a la definición de la clase trabajadora, en los años ‘90 hubo un auge de las teorías de los movimientos sociales o la “pluralidad de sujetos”, que pretendían contraponer los movimientos por los derechos de las mujeres, de la juventud, de la diversidad sexual, antirracistas, a lo que llamaban el “viejo paradigma de la clase obrera”. Una contraposición de “sujetos por la identidad” al “sujeto de la producción”.

Que estamos ante una nueva clase obrera, feminizada, que ha incorporado a nuevas generaciones precarias y súper explotadas, multirracial, etc., es una realidad. Pero este fenómeno, lejos de quitarle fuerza como sujeto social y político a la clase trabajadora, al contrario, puede potenciar su capacidad transformadora.

Hoy más que nunca esta clase obrera feminizada y multirracial puede transformarse en sujeto hegemónico en la lucha contra el capitalismo, tomando como parte de su misma lucha -por mejores salarios, por la disminución de la jornada laboral, contra la precariedad y por mejores condiciones laborales-, las demandas específicas de todos los sectores oprimidos, como la lucha los derechos de las mujeres contra el patriarcado, de gays, lesbianas y trans por sus derechos, de los negros contra el racismo.

A su vez, esta es la única forma de articular una lucha verdaderamente radical por esos derechos, que el capitalismo concede parcialmente o limita para algunos sectores en los países ricos, mientras los niega para millones de personas. La lucha antirracista, antipatriarcal, de las nacionalidades oprimidas, necesita de una estrategia revolucionaria y anticapitalista o está condenada al fracaso.

Una izquierda radical de la clase trabajadora

La izquierda europea en general tendió en las últimas décadas de restauración capitalista a alejarse de la clase trabajadora. La debacle del estalinismo y los ex estados obreros burocratizados, empezando por la ex URSS, no sólo dio lugar a una ofensiva ideológica y material del neoliberalismo contra la clase trabajadora, sino también un proceso de aggiornamiento de las viejas “izquierdas”. En primer lugar de la socialdemocracia europea, que se pasó con armas y bagajes al campo del social-liberalismo ubicándose en el margen izquierdo de lo que más tarde Tariq Ali llamaría el “extremo centro” europeo.

Pero también de la izquierda heredera de los antiguos partidos comunistas y eurocomunistas. En este caso, el resultado fue primero un largo período de adaptación a las instituciones parlamentarias, para buscar años mas tarde nuevos “atajos” para construirse en movimientos sociales, o directamente cayendo en la ilusión de la “videopolítica”, como en el caso de Podemos en el Estado español. Un movimiento que se construyó más “por arriba” en los platós de TV y en los foros de internet que en la militancia de los lugares de trabajo o estudio.

La contracara de este alejamiento de la clase trabajadora por parte de la izquierda, fue la adaptación acrítica al papel de las burocracias sindicales, que mayoritariamente han mantenido un programa corporativo y conciliador para los sectores más privilegiados de la clase trabajadora ocupada, mientras se negaron conscientemente a tomar en cuenta las reivindicaciones de los desempleados, de los precarios, de los inmigrantes, de la opresión machista en los lugares de trabajo, de los derechos de las minorías raciales y sexuales, etc.

La crisis capitalista internacional que estalló en 2007-2008 -la cual ha demostrado no ser una crisis cíclica más como sostenían los apologistas del capital- ha sepultado el triunfalismo burgués que acompañó la ofensiva neoliberal de la década de los ‘90. Al mismo tiempo, ha desnudado ante millones el carácter reaccionario del “extremo centro” burgués, que ya sea en sus variantes conservadoras o social-liberales, ha sido el artífice mediante duros ajustes y medidas represivas de uno de los ataques más profundos que ha sufrido la clase trabajadora en décadas. En ese marco, también las burocracias sindicales, que siempre han sido las principales garantes de la estabilidad de los diversos estados capitalistas, han demostrado su completa incapacidad para defender siquiera las conquistas de su propia base social.

Una crisis de conjunto, que en el terreno político ha tenido una profunda expresión en procesos de polarización y crisis política en los regímenes de los países centrales, especialmente en Europa y Estados Unidos, y una tendencia al desgaste de los mecanismos de representación política burguesa. Este escenario se ha transformado en el caldo de cultivo para la emergencia de nuevas soluciones políticas a izquierda y derecha, así como la emergencia de una serie heterogénea de fenómenos de la lucha de clases. Aunque, como hemos visto, es por derecha donde más claramente se expresan esos fenómenos.

Como escribía recientemente Claudia Cinatti, columnista internacional de Izquierda Diario, a propósito del triunfo de Donald Trump en Estados Unidos, “se ha abierto una etapa de mayores tensiones interestatales en la que están inscriptos conflictos económicos y militares de envergadura y ‘soluciones de fuerza’ frente amenazas de la lucha de clases, en la que si bien hay polarización, es la extrema derecha la que por ahora tiene la ventaja, frente a una centroizquierda tímida que sigue siendo una variante de los partidos social liberales.”

En ese marco, y retomando el debate inicial, en la izquierda se reabre el debate sobre la relación con la clase trabajadora, lo cual es muy necesario. Pero lo fundamental es debatir con qué programa y discurso se va a reconstruir la izquierda en el movimiento obrero. Los discursos electoralistas y los programas moderados del reformismo, han mostrado que no son ningún freno para el avance de la extrema derecha o los “populistas” conservadores. Es que, como decía Perry Anderson en una conferenciahace casi dos años, los “movimientos antisistémicos de izquierda” –como por ejemplo Podemos o Syriza-, han sostenido posiciones “mucho menos radicales que la derecha antisistémica”. O peor aún, han resultado ser una completa estafa, como en Grecia, donde el “gobierno de izquierda” de Tsipras es hoy el mejor aplicador de los planes neoliberales de la “troika” en el país heleno.

Para enfrentar la demagogia de la derecha, es necesario articular un programa radical, anticapitalista y de clase frente a la crisis. Un programa que se proponga medidas radicales contra el desempleo masivo, contra la precariedad laboral, por plenos derechos para los inmigrantes, las mujeres y la juventud, contra todo tipo de discriminación por raza, sexo o nacionalidad, por la renacionalización de las empresas de servicios esenciales (como las eléctricas) y el transporte, para terminar con la especulación privada a costa del pueblo trabajador, entre otras medidas. Es decir, medidas que cuestionen a los capitalistas que se han enriquecido con la crisis, al establishment y los políticos corruptos a su servicio.

Publicado por Diego Lotito

Diego Lotito | @diegolotito :: Madrid

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