Trump y la política exterior norteamericana: entre mayor unilateralismo y equilibrio de poderes en el plano geopolítico; lanzamiento de una ofensiva económica contra China, los países semicoloniales y Alemania como competidor imperialista.
Cómo responder a la carga de la decadencia hegemónica norteamericana
La hegemonía norteamericana, a diferencia de la británica en el siglo XIX y comienzo del siglo XX, tiende a la supremacía. Es decir, a diferencia de Gran Bretaña, cuyo dominio imperial implicaba fundamentalmente la subordinación del mundo menos desarrollado, Estados Unidos impuso luego de la Segunda Guerra Mundial (y que es la razón última de su participación en la guerra después de los límites de su modelo de acumulación que puso de manifiesto la Gran Depresión) un cambio cualitativo en la modalidad de las formas de la hegemonía, extendiendo la subordinación de otros Estados industrializados, fueran enemigos o aliados, a las prioridades de acumulación de capital de una potencia hegemónica.
Estas modalidades de dominio generan enormes beneficios para la clase dominante norteamericana y la de las principales potencias imperialistas cuando esta hegemonía se aplicó de forma benévola, como fue el caso durante la Guerra Fría [1]. Pero después de la caída de la ex URSS y a falta de un enemigo de igual talla que pudiera mantener a raya las pretensiones de los otros centros de poder occidentales a los designios de Washington, las divergencias al interior de este bloque, ya sea desde la potencias europeas hasta Japón, aumentan. Estos últimos, en especial países como Francia y Alemania que se opusieron a la guerra de Irak en 2003 o más recientemente sobre todo el segundo en relación a la política de escudo misiles en Europa del Este o el conflicto ucraniano, comienzan a ver a Estados Unidos no como garante del orden mundial sino como una amenaza contra el mismo. En cuanto a Norteamérica mismo, las crecientes tensiones al interior de la alianza Transatlántica, en especial en Europa, genera un cambio en la percepción y utilidad del viejo entramado político/geopolítico diseñado en la posguerra y su relación entre costos y beneficios para el actual hegemón. Son estas las razones en última instancia que explican la hostilidad de Trump hacia los aliados y las reacciones y temores que genera este personaje en las elites occidentales.
Entre mayor unilateralismo y equilibrio de poderes en el plano geopolítico…
Frente a estas contradicciones, apurémonos a decir que la propaganda del retorno al aislacionismo de Trump es una mera ilusión: Estados Unidos no va y no puede retirarse del mundo. Por el contrario, en el plano geopolítico, su política exterior puede conjeturarse que se basará en dos patas. Por un lado, podríamos decir que en relación al desgastado orden mundial de posguerra, Trump quiere dar una vuelta de tuerca más a la aproximación de George W. Bush y los neocons al mundo después del 11-S, profundamente unilateralista y hostil a las instituciones internacionales. Es este aspecto el que asusta a los europeos, que ven que las garantías de seguridad norteamericanas no serían tan sólidas como antaño. Pero aun cuando haya sembrado dudas sobre sus compromisos internacionales en la campaña, Trump no busca provocar un giro geopolítico mayor, como podría ser desinteresarse de la OTAN, sino una inflexión en el financiamiento del instrumento militar norteamericano [2].
Sin embargo, es probable que esta demanda se encuentre con los mismos frenos que las anteriores: Estados Unidos tiene la intención de mantener el control de la Alianza Atlántica, de manera que deja muy poco espacio para la autonomía estratégica de sus aliados. Es comprensible que en estas circunstancias pocos estados se inclinen a aumentar significativamente sus esfuerzos de defensa.
Por el otro, y después del fracaso de la ofensiva de Bush y de los neocons de redefinir la hegemonía norteamericana, como fue el intento con la invasión de Afganistán y en especial de Irak, las operaciones militares terrestres masivas en Eurasia están acabadas. Estados Unidos no está preparado para sacar un provecho estratégico de este tipo de conflicto (es decir no solo eliminar los dictadores, cosa que ha hecho con relativa facilidad, sino imponer un nuevo orden político y social en los países invadidos) que implicaría una vuelta de la conscripción que en la situación actual de despertar político de la juventud y de la minoría negra podría ser dinamita social.
Frente a esta realidad, Estados Unidos está avanzando hacia una estrategia de equilibrio de poder en el mundo, donde evita la intervención directa en favor de una política intervencionista que descanse más en los aliados y en las estructuras regionales de poder, en especial para lidiar con la masa continental eurasiática que se volverá cada vez más caótica en las próximas décadas. Por ejemplo, el “heartland” (corazón, núcleo) del Medio Oriente está en el caos y no se puede estabilizar en el corto plazo. Pero Estados Unidos no puede permitirse continuar utilizando todos sus recursos en la región. Trump buscará cooperar con los poderes regionales y las diversas fracciones en el terreno para atacar al Estado Islámico, incluso no puede descartarse una mayor cooperación con Rusia en Siria.
Pero incluso de darse esta cooperación compleja -que no segura pero no se puede descartar- e incluso una mejora de la química entre Trump y Putin, no es fácil aventurar un giro estratégico en las relaciones entre Estados Unidos y Rusia que provoque un cambio estratégico del tablero mundial como proponen ciertos think tanks. Es que mientras Obama logró importantes avances diplomáticos en relación a Cuba como hacia Irán, durante su presidencia se produjo un retroceso geopolítico mayor: el acercamiento entre China y Rusia, empujadas por la política neocon en Ucrania. Como dice el principal representante de la escuela geopolítica del realismo ofensivo, John Mearsheimer, debido al hostigando a Moscú, «los estadounidenses han empujado estúpidamente a Rusia en los brazos de los chinos». Afirmó que Rusia puede optar por unirse a «la coalición de equilibrio contra China» y expresó su esperanza de que «Estados Unidos se dará cuenta de que las malas relaciones con Rusia son una mala idea».
En un artículo en National Interest de 2014, Mearsheimer dijo que la mayoría de los vecinos de Pekín como India, Japón, Rusia y Vietnam se unirían a Estados Unidos para contener el poder chino. Pero es difícil que Trump se arriesgue a ello (haciendo inversamente de lo que Nixon logro en relación a Moscú con la apertura de relaciones con la China de Mao). Por ejemplo, los escudos antimisiles en Rumania, la República Checa y Polonia fueron reclamados por el candidato Trump como instrumentos de defensa de Estados Unidos. Él mismo presentó este elemento estructural irritante hacia Moscú como un elemento indispensable de la relación de poder con Teherán. Lejos de diferenciarse de los presidentes estadounidenses anteriores, Trump asume la misma posición -inaceptable para Moscú.
Adicionalmente, pero igualmente importante, si él desea comprometerse en un nuevo programa de rearme (como parte de su política de reindustrialización, ver más abajo), necesitará promover la exportación de material de guerra. En este marco, el mejor argumento de venta de la industria de Estados Unidos en Europa siempre ha sido la solidaridad estratégica de Estados Unidos a través de la OTAN. Una nueva evidencia reciente de esta realidad: las autoridades polacas han preferido abandonar el contrato ya firmado de venta de helicópteros militares de Airbus (Caracal) para aprovisionarse en Estados Unidos, generando una crisis diplomática con Francia.
…que prepara una ofensiva económica contra China, los países semicoloniales y Alemania como competidor imperialista
Pero si su promesa de “América primero” parece cautelosa en el plano geopolítico frente al intervencionismo desenfrenado que proponían los neocon que se habían alineado con Hillary Clinton, es en el plano económico -que adquiere prioridad en su futuro mandato- donde el trumpismo despliega su verdadera cara agresiva. Podríamos decir, que es inverso al golpe de fuerza geopolítico de Bush hijo cuyo “carácter revolucionario” estribaba en su intento de invadir un país de peso de un área estratégica para la producción y el transporte del petróleo mundial como Medio Oriente no sólo sin la votación del Consejo de Seguridad de la ONU sino sin el aval de aliados centrales de la OTAN como Francia y Alemania. Trump con sus decisiones política económica interna y su fuerte proteccionismo es fundamentalmente “revolucionario” en el terreno económico, pero con una diferencia de contexto cualitativa: a diferencia de 2003, estamos en el medio de una crisis histórica y estructural de la economía mundial y en el marco del estrechamiento del mercado mundial, por lo que las políticas de chantajes que Trump plantea a los rivales de Estados Unidos puede dar lugar a confrontaciones mayores políticas, geopolíticas y hasta militares entre las grandes potencias.
En el plano interno, su manifiesto electoral -ya tomado seriamente por los mercados al otro día de la elección- equivale a un estímulo fiscal masivo, con recortes de impuestos de variada amplitud a las personas y a las empresas, una explosión de 1 billón (1 millón de millones) en infraestructura y la construcción de una armada imperial de 350 barcos de combate.
Es una repetición de la Reaganomics a principios de los años ochenta, una reflación o neokeynesianismo infraestructural/militar, que va a aumentar el déficit fiscal. Igualmente, podríamos decir que se parece más al New Deal de Roosevelt, aunque financiado parcialmente por dinero privado. El gasto en infraestructura de este tipo es lo que los economistas como Larry Summers y Paul Krugman han estado pidiendo desde el principio de la crisis de 2007/8, aunque ya el primero, aunque dio la bienvenida a este impulso, dijo que el mismo estaba mal diseñado y podría no lograr los resultados esperados [3]. La expansión fiscal permite a la Reserva Federal aumentar las tasas de interés más rápido. Su vicepresidente Stanley Fischer incluso ha puesto una cifra, sugiriendo que cada punto porcentual del PBI en la relajación fiscal implica aumentos de tasas de 50 puntos básicos.
De esta forma, la “Trumpnomics” cambia la estructura del crédito estadounidense y mundial y las tasas de cambio: una vuelta a la combinación de “política fiscal expansiva/política monetaria restrictiva” que dio lugar dólar alto en la década de 1980, con dramáticas consecuencias mundiales. Ésta política puede acelerar la fuga de capitales de los países emergentes y China. El talón de Aquiles en aquellos países es la deuda corporativa, que se ha quintuplicado a 25 billones (25 millones de millones) de dólares, y puede estar indirectamente vinculada a las tasas de Estados Unidos, incluso si está denominada en monedas locales. En Europa, este giro puede finalizar el repunte económico de los últimos meses facilitado por la caída del euro y la baja de los precios de las materias primas, en especial el petróleo.
Este giro potencialmente devastador para el mundo de las políticas monetarias y cambiarias de la principal potencia económica mundial va acompañando a la vez de un alza de la amenaza proteccionista. Aunque el TLC y México en particular, han sido objeto de numerosos ataques de Trump durante su campaña, es en relación a China que sus posiciones han sido las más agresivas. Sus amenazas son probablemente pronunciadas con la intención de poner a sus socios comerciales bajo presión en vez de aplicarse. Así, por ejemplo la aplicación de un arancel del 45% contra los productos chinos se acompaña de un «si no se comportan bien» (“if they don’t behave”).
El pasado ha mostrado el costo de las guerras comerciales, y éste sería mucho mayor en el contexto actual, donde casi el 40% de las exportaciones de Estados Unidos son parte de las cadenas de valor internacionales, ya sea porque están compuestas de partes y componentes importados, ya sea porque son partes y componentes que son luego integrados en las exportaciones a otros países. Su costo potencialmente prohibitivo puede ser el obstáculo mayor a una disputa comercial de grandes proporciones.
Pero dicho esto, es importante tener en cuenta que si bien Estados Unidos sería dañado por las guerras comerciales, más grave sería el daño de aquellos estados ultra dependientes del comercio exterior (los países llamados mercantilistas en la jerga económica) que aprovechan el carácter abierto del mercado de Estados Unidos sin la misma reciprocidad. A nivel de las potencias imperialistas, el equipo de Trump nombra específicamente a Alemania, alegando que utiliza los dispositivos del euro para mantener bajas las tasas de cambio y aferrarse a un superávit comercial de 8,5% del PBI.
En relación a China, los aranceles punitivos serían traumáticos, dado el tipo simbiótico de las relaciones empresarias entre Estados Unidos y China, en especial en ramas con alta tecnología. Sin embargo, una guerra comercial entre Estados Unidos y China no sería simétrica. La debilidad de la posición económica de China -disfrazada bajo el aura de avance imparable de las últimas décadas -se convertiría en dolorosamente obvia y podría adelantar la hora de la verdad para los bancos de China y sus deudores corporativos.
Seguramente la sangre no lleguará al rio en el terreno comercial con el daño y deterioro irreparable que esto tendría para la ya debilitada economía mundial, cuestión que podría afectar incluso a los planes de crecimiento interno del futuro mandatario norteamericano. Pero la dura realidad es que el arribo de Trump, junto al creciente giro proteccionista de Berlín, anuncia posiblemente el final de una era en la que Pekín podría contar con un ambiente internacional benigno propicio para su desarrollo económico, cuestión que más allá de las apariencias preocupa y mucho en la capital china. “Nos dirigimos a un siglo oscuro», dice Wu Qiang, profesor de ciencias políticas en la Universidad de Tsinghua. «La era de la inestabilidad ha llegado. Muchos países están ahora polarizados, transformando la política global” [4].
En conclusión, una política proteccionista y una manipulación del dólar y de las tasas como instrumentos de una reindustrialización de Estados Unidos, descargando la crisis en sus competidores imperialistas (Alemania) y competidores estratégicos (China) y los países más débiles de la periferia que caen la boleada en la exacerbación de la lucha entre las principales potencias capitalistas.
El futuro está lleno de interrogantes y de escenarios sombríos. Formulemos algunos: ¿Permitirán los sectores más concentrados del capital dejar que Trump aplique ese programa riesgoso para los intereses de las transnacionales y su división mundial de la cadena de producción ya muy avanzada a nivel mundial? ¿Serán suficientes las amenazas para que Pekín ceda a los requisitos norteamericanos? ¿Se unirán, luego de unas primeras escaramuzas, Alemania y Estados Unidos en demandar una apertura más grande los mercados chinos, cuestión que permitiría un salto en la penetración de su jugoso mercado doméstico en varias ramas por ahora reservada a sus grandes empresas estatales? ¿O, por el contrario, la radicalización de Washington en relación mismo con Europa y Berlín llevaría a que ésta vuelva a restablecer relaciones con Moscú y por vía del vértice putinista con China ofreciendo un frente euroasiático que empuje por una salida del dólar como moneda de reserva mundial, permitiendo una acumulación más productiva desligada del control de las finanzas de Wall Street? Ni siquiera ha asumido Trump como para contestar estas preguntas, pero muchas ya se pronuncian en los pasillos de los distintos círculos de poder de los países afectados.
El crepúsculo del orden mundial de posguerra
Está por verse si la guerra comercial y financiera entre las principales potencias imperialistas pega un salto. Ya en Bruselas, la incertidumbre ha llevado a algunos funcionarios de la Unión Europea a recuperar la idea de la creación de un ejército europeo y algunos eurodiputados han comenzado a coquetear con la idea de un ambiguo “euronacionalismo” opuesto tanto a Estados Unidos como a Rusia. Nicolas Sarkozy, que bajo su mandato devolvió a Francia al comando militar de la OTAN, propuso aplicar una tasa carbono del 2 a 3 % sobre las exportaciones norteamericanas si Trump no respeta el acuerdo Climático de Paris, como adelantó. Mismo la pronorteamericana Angela Merkel, que siguió casi sin chistar las sanciones de Obama contra Rusia incluso en contra de los interés de muchas de sus grandes firmas, respondió firmemente a la elección de Trump: “Alemania y Estados Unidos”, dijo, “están unidos por los valores de la democracia, la libertad y el respeto a la ley y la dignidad humana, independientemente de su origen, color de piel, religión, género, orientación sexual o ideas políticas. Ofrezco al próximo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, una estrecha cooperación basada en estos valores”. Para los desmoralizados “progres” centroizquierdistas, Angela es la nueva “líder del mundo libre”, expresión que solía oírse en referencia al presidente de Estados Unidos.
Los globalifílicos deprimidos del Financial Times van más lejos: “La historia puede desviarse del curso. Sucedió en 1914 cuando la primera era de la globalización fue consumida en las llamas de la Gran Guerra; y de nuevo durante la década de 1930, cuando las dificultades económicas, el proteccionismo y el nacionalismo alimentaron el auge del fascismo en Europa. La victoria electoral de Donald Trump anuncia otra de estas peligrosas dislocaciones” [5]. Sin embargo, aunque las bases políticas del orden de la posguerra están tambaleando, los nuevos líderes nacionalistas fuertes o bonapartistas deberán vencer la resistencia de la clase obrera a sus planes para poder ir hasta el final de sus propósitos.
Combatir las soluciones demagógicas soberanistas o neoproteccionistas
Nada de esto está asegurado. Mucha lucha de clases deberá correr y en especial derrotas históricas de los principales proletariados del mundo para que la perspectiva ominosa que señala el editorialista del Financial Times se concrete. A su vez, la cara más abierta del imperialismo norteamericano con Trump y el apoyo a todos los dictadores y gobiernos conservadores pro imperialistas en el mundo semicolonial, promete un resurgir del antiimperialismo como hace décadas no se veía, empezando posiblemente en México.
La perspectiva más general que se abre es de golpes reaccionarios, pero también de crisis políticas cada vez más frecuentes que van a abrir oportunidades de división de los de arriba que permita la emergencia del proletariado. Sí y solo sí éste sabe superar sus divisiones de raza, de género, de nacionalidad y no escucha a los demagogos de izquierda que empiezan a hacer eco del otro lado del espectro político a los nacionalistas xenófobos pero olvidando ambos que el problema central no es la contradicción entre Globalización vs Estado/Nación en los países centrales, sino el afán insaciable de ganancias de las transnacionales y el capitalismo.
En el marco de exacerbación de las tensiones sociales, las soluciones demagógicas soberanistas o neoproteccionistas podrían desarrollarse e incluso contaminar a ciertos sectores de izquierda. Es fundamental que desde la izquierda denunciemos correctamente este programa reaccionario que no ofrece ninguna salida a los males del capitalismo. La visión que plantea que las deslocalizaciones son la única causa de las penurias de los trabajadores, tiene dos problemas graves. Por un lado, está equivocada empíricamente. Como ya han demostrado varios economistas marxistas, en debate con los argumentos neoproteccionistas la degradación del salario en relación a la productividad es una tendencia muy regular desde 1982 en Estados Unidos, para hablar de la tierra que viene de coronar a Trump. Más importante aún, con respecto a las deslocalizaciones como razón exclusiva de la regresión social, es fundamental señalar que la clave no son los países como el tipo de división del trabajo instituido por las multinacionales.
Es fundamental combatir consecuentemente contra estas ideas para no caer en la trampa que tiende a convertir en adversarios entre sí a las trabajadoras y trabajadores de los diferentes países, ya sea bajo la forma de un nuevo proteccionismo de los países imperialistas contra China u otros países dependientes o semicoloniales. Más que nunca frente al nacionalismo xenófobo, las banderas del internacionalismo proletario, si la sabemos explicar bien frente a la rabia creciente de los explotados del mundo entero, son de una actualidad acuciante.
[1] Este periodo ha sido calificado como de “hegemonía benigna” o “benevolente”. La clave de dicho comportamiento, estuvo basada en la necesidad de Estados Unidos de contener el avance de la influencia comunista tanto en Europa como en Japón, ambos devastados por la guerra. El estado imperialista norteamericano actuó como garante de la “libre empresa”, promoviendo como base para la consolidación política de su hegemonía el éxito económico de sus aliados y competidores, a la vez que recreaba un mercado para la expansión de sus multinacionales en el extranjero. Así, al tiempo que Estados Unidos se aseguraba que sus firmas se quedaran con la “parte del león” de la acumulación capitalista mundial, permitió y alentó el extraordinario crecimiento que Alemania y Japón, las dos potencias derrotadas en la Segunda Guerra, tuvieron durante el “boom”.
[2] Lo que el presidente Trump tratará sin duda de hacer es ejercer una presión más fuerte sobre los aliados para financiar el esfuerzo de defensa de Estados Unidos (el «paraguas de seguridad»), como han hecho todos los presidentes estadounidenses desde la crisis económica de la década de 1970. Por ejemplo, los presidentes de Estados Unidos han logrado financiar el 70% de la presencia militar estadounidense en Japón por el gobierno japonés. En cuanto a Europa, el presidente Trump reanudará el tema recurrente de los presidentes de Estados Unidos: los estados europeos deben llevar a un 2% del PBI (excluidas las pensiones) sus presupuestos nacionales de defensa.
[3] Ver “A badly designed US stimulus will only hurt the working class”, Lawrence Summers, Financial Times 14/11/2016
[4] “Beijing reacts cautiously to Trump triumph”, Financial Times 9/11/2016
[5] “America can survive Trump. Not so the west”, Philip Stephens Financial Times 10/11/2016