Siempre interesado por la literatura, Trotsky tuvo pocas oportunidades de dedicarse a su estudio. El intento más abarcador fue Literatura y revolución, compuesto con lo que fueron prólogos a otros artículos y fragmentos publicados en la prensa, que en 1923 actualizará y completará como libro.

 

Terminada la guerra civil, la literatura soviética se desarrolló en un contexto de cuestionamiento radical de todas las instituciones, incluidas las artísticas. Proliferaron los agrupamientos y manifiestos, las producciones colectivas tanto como los enfrentamientos, entre las distintas tendencias que intentaron elaborar una realidad completamente trastocada [1].

Trotsky no era un crítico literario; buscaba definir las relaciones entre los términos que el título del libro indica, en el contexto de un debate sobre las perspectivas del joven Estado obrero. Así, su acercamiento es más bien sociológico y político que estético: en sus planteos encontraremos parte de sus ideas sobre la dinámica de la revolución, pero también rasgos novedosos que logra captar de las tendencias literarias de la URSS y una potente dialéctica en sus definiciones sobre el arte, por la que será posteriormente reivindicado por corrientes artísticas y teóricos de la literatura.

 

Arte y sociedad

Uno de sus ejes será establecer la relación entre la literatura y los acontecimientos que marcan la vida de quienes los llevan a cabo o los padecen. En polémica con otras posturas, Trotsky insistirá en que la producción artística va a la zaga de los grandes cambios históricos, que logra plasmar no cuando se están desarrollando, sino posteriormente. Pero esta dependencia de la estructura social no será algo que menoscabe el valor social que da al arte, sino al contrario, una relación productiva estéticamente: son estos procesos los que le permiten al arte dotarse de nuevos enfoques y evitar repetirse; es justamente esta relación la que le permite ser el termómetro, la “prueba suprema” de la vitalidad de una época [2].

Trotsky se aparta de las visiones románticas que consideran al arte capaz de moldear la realidad –el “poeta como profeta” [223]–, pero también, con Labriola, de las versiones mecanicistas que lo consideran un mero reflejo de la estructura social, como si la significación de Dante pudiera colegirse de las facturas de los mercaderes florentinos [366]. Ni martillo ni espejo, el arte como forma de apropiación de la realidad será el resultado de la interacción entre la subjetividad del artista, con todo lo que ésta tiene de social y de individual, con la objetividad de sus materiales.

Dos conclusiones se desprenden para el análisis marxista. La primera es que esa forma de apropiación de la realidad tiene sus propias reglas y es según ellas que debe juzgarse: el artista trabaja desde su subjetividad, una combinación particular en que ha procesado sus condiciones orgánicamente, en sus “nervios”, en su sensibilidad; por eso el arte soporta mal las directivas que pretenden señalarle qué “surcos” deben “ararse”[3]. La segunda es que si el marxismo permite dar cuenta del surgimiento de determinadas escuelas en determinados momentos históricos, reconoce que sus métodos no son los del arte; por eso, no tiene por qué tener una posición tomada sobre las formas de versificación o determinada renovación del lenguaje; en suma, no prescribe una estética.

 

La intelligentsia soviética

Con un régimen autocrático muy recientemente desplazado, fue escaso el tiempo que este sector social tuvo para ganar la relativa autonomía que en Europa se había expresado especialmente en el siglo XIX. Si tanto los intelectuales con base en la pequeñoburguesía rural como los simbolistas y vanguardistas urbanos estaban en pleno proceso de modernización e individualización burgués, la revolución los puso de frente con un “pueblo sin burguesía” y sin las instituciones que caracterizan la dominación capitalista.

Así, la intelligentsia rusa –la parte que no se alió a la contrarrevolución–, cuando aún no había terminado este proceso, se vio en el trance de salvar la contradicción entre trabajo manual e intelectual –que acompaña ese proceso de autonomización capitalista en vez de eliminarlo [238]– en el contexto de una revolución que había puesto en el centro a los trabajadores. Las distintas tendencias literarias de la época, para Trotsky, podían distinguirse por la forma en que intentaban salvar esta contradicción [214]. Algunas mantenían lazos con las tradiciones de la nobleza, otras estaban casi completamente aburguesadas y otras formaban aún parte de la bohemia cuando la Revolución de Octubre transformó el horizonte social; la revolución misma dio luz a nuevas variantes. Desde la relación que estas tendencias entablaron con la novedad radical de una revolución obrera, es que analiza sus producciones.

 

Los compañeros de ruta

Trotsky señala que así como en una fractura, los huesos y los tendones no se rompen, siguiendo una misma línea, en la fractura social que representa una revolución tampoco hay simultaneidad ni simetría entre la “epidermis” ideológica de la sociedad y su esqueleto económico [303].

Un rasgo común que Trotsky ve en las tendencias de la época, que agrupará bajo el rótulo de “compañeros de ruta”, es que ese “pueblo sin burguesía” se identifica con el campesinado más que con la clase obrera urbana, relativamente minoritaria en la URSS, aunque concentrada en los centros neurálgicos de una sociedad que no por autocrática había permanecido al margen de la extensión del imperialismo. Ello se podía apreciar en una variedad de autores que trabajaban temas, formas e imágenes de la tradición campesina, no en pocos casos impregnadas de misticismo. Trotsky identifica por ejemplo los motivos de las canciones populares en Ajmátova o Tsvetáieva, o el crecimiento del movimiento separatista en Ivanov [266]. La revolución aparece en muchos de ellos como una fuerza caótica asimilada con fenómenos naturales como nevadas, vientos y mareas, recursos que muestran Pilniak, Mandelstam o también, en el ambiente urbano, el simbolista Blok –podrían sumarse incluso a futuristas como Jlébnikov o formalistas como Shklovsky [4]–.

Trotsky considera que si el viejo populismo aceptaba la transitoriedad de su época como espera de un Mesías, este sector constituía una nueva versión del populismo soviético que no ven en el trastocamiento de las relaciones sociales un “pecado”, lo que los literatos de la vieja nobleza no podían perdonarle, pero tampoco no comprendían que en el estado de transitoriedad de las nuevas instituciones, la revolución no espera a un Mesías sino que planifica conscientemente una nueva sociedad [257]. Trotsky no niega que estas tendencias puedan tener elementos vitales para plasmar literariamente, pero las ubica en la periferia de la revolución, no logrando dar cuenta de su novedad. La violencia, el heroísmo y el caos revolucionarios, dirá Trotsky en pasajes que recuerdan a El 18 Brumario de Marx, también son elementos de las guerras campesinas, pero no son la marca que hace única a una revolución dirigida por una clase que, avanzando y retrocediendo en sus posiciones con duras derrotas, ha ido forjado la teoría, la estrategia y la organización necesarias para dirigir al conjunto de las fuerzas sociales oprimidas contra el sistema capitalista.

 

Las vanguardias

La forma en la que muchos escritores reivindicaban el rol de la clase obrera –centralmente, los agrupamientos vanguardistas– mostraba que, tampoco entre ellos, ese papel histórico terminaba de ser asimilado.

Un caso paradigmático será el futurismo. Para Trotsky, su pronta adhesión al comunismo se basa en que no eran parte aún de las instituciones artísticas dominantes al momento de estallar la revolución, que los encontró en una etapa de bohemia crítica. Con sus innovaciones habían aportado al repertorio literario elementos que Trotsky les reconoce con admiración [295]. Entre ellas, acierta en destacar su capacidad de “presentar cosas que hemos visto muchas veces de tal manera que nos parecen nuevas” [297], una práctica de extrañamiento del lenguaje poético que fue marca de distintas tendencias de la época [5], y que el formalismo aprendió del futurismo y desarrolló teóricamente marcando el comienzo de una rica tradición de la teoría literaria [6].

Pero ello no significaba que dejaran atrás muchos de sus rasgos bohemios, que tienen más que ver con la dinámica de los círculos artísticos que con la revolución. Un ejemplo son sus apelaciones a romper definitivamente con la tradición artística previa, en las que habían insistido ya antes de la revolución –como forma en muchos casos válida de renovar formas estéticas anquilosadas, dice Trotsky–, para las que ahora pretendían encontrar un fundamento ideológico en la crítica a los valores burgueses en pos de nuevos valores proletarios. Pero para Trotsky, tal ruptura no tiene por qué reclamársele a un proletariado que escasamente aún ha podido disfrutar y enriquecerse con esos desarrollos culturales, por más críticamente que debieran considerarse. Un tratamiento similar esboza alrededor de las propuestas del constructivismo y del Proletkult –en ese momento con los futuristas en el grupo LEF–.

Trotsky las considera exageraciones –que por otro lado, eran un “pecado” de la época, incluso entre los revolucionarios [294]–, así como consideraba que la “falta de medida” de Maiakovsky cuando tomaba a la revolución como tema terminaba malogrando sus resultados –sin embargo muy productivos en su lírica [302]–. Si suponía que muchos de estos grupos, por los aportes de su producción literaria y por los problemas que planteaban, podían contarse entre los esfuerzos de construcción de una cultura socialista, lo que les negaba era que tuvieran fundamentos marxistas para autoproclamarse “la” voz de la revolución o para reclamarle a las instituciones soviéticas que canonicen a unas tendencias sobre otras.

Un elemento de las vanguardias sí encontrará eco en la visión del arte en el socialismo de Trotsky: justa es la intención de unir el arte con la vida, porque la existencia del arte autonomizado demuestra la mezquindad de un sistema social que apenas concede una autonomía condicionada, “reverso del arte como propiedad de las clases privilegiadas” [291]. Pero a la vez les reprocha un “sectarismo utópico” que pretende alcanzar ese objetivo por decreto, haciendo de la anticipación histórica un recetario que contraponen a lo existente para abolir a pura voluntad el período de transición, que es en el cual podían sentarse las bases de una fusión tal [290].

Para el año que escribiera su libro, la llamada “crisis de las tijeras” entre la ciudad y el campo y el desarrollo de la NEP pusieron en tensión la alianza obrera y campesina que había sustentado la revolución, y llevaron a un enfrentamiento entre tendencias literarias que se identificaban con uno u otro de estos sectores; también las había en el Partido Bolchevique por la orientación estratégica a tomar, habiendo triunfado en la guerra civil pero aislados internacionalmente.

Como puede leerse en estos sucintos ejemplos, Trotsky realiza una serie de definiciones sobre el arte y la literatura en una dialéctica no mecánica, que dentro de las determinaciones y dinámicas que encuentra para el arte en la sociedad moderna, le permite también reconocer las particularidades de la intelligentsiarusa, la riqueza de sus imágenes, formas y conceptualizaciones, aún con duras críticas teóricas y en muchos casos, estéticas. Por lo general, en este último aspecto, aún en los pasajes más ásperos, les reconoce sus aportes y el largo camino que les queda por delante para desarrollarse. Con algunas de ellas podremos no coincidir, pero es destacable que sin ser su objetivo central, puedan encontrarse allí características que incluso hoy siguen siendo estudiadas en mucha de la crítica literaria especializada.

Esas formas de discontinuidad que señala y este panorama amplio de la producción literaria soviética expresan dos rasgos que caracterizarían a la Revolución de conjunto. Trotsky en sus análisis de las tres revoluciones rusas ya había trazado algunas de las líneas principales de lo que vería comprobado en Octubre y que más tarde serían centrales en su teoría de la revolución permanente: primero, la posibilidad de que por el desarrollo imperialista, países atrasados cuenten sin embargo con una clase obrera lo suficientemente fuerte como para hacerse del poder, estando obligadas a llevar adelante tanto las tareas históricas que la burguesía dejara pendientes como aquellas que corresponderían a su clase, las tareas socialistas. Segundo, que una vez tomado el poder: “Las revoluciones de la economía, de la técnica, de la ciencia, de la familia, de las costumbres, se desenvuelven en una compleja acción recíproca que no permite a la sociedad alcanzar el equilibrio” [7].

 

Pasajeros en tránsito

Un debate partidario se había desarrollado por esos años alrededor de la “cultura proletaria”, y en este libro Trotsky aborda la cuestión. Por un lado, reconoce aportes y critica exageraciones similares a las que viera en la vanguardia en los miembros del Proletkult que bregaban por ella. Por otro lado, profundiza en los fundamentos teóricos de la definición de “cultura proletaria” en boca de miembros del partido que la justificaban en nombre del marxismo.

No deja de ser paradójica la insistencia en el carácter de clase de la cultura por parte de dirigentes del Proletkult que no provenían de la clase obrera, pero para Trotsky, las contradicciones de las vanguardias y los proletkultistas no tenían tanto que ver con su origen de clase –de hecho, anota, el marxismo había sido elaborado por descendientes de la intelligentsia democrático-burguesa [326]–, sino con la definición misma que había hecho de la actividad artística. La literatura es una percepción figurada del mundo, donde influye decisivamente la propia experiencia; reelaborarla es un trabajo tan difícil que por ello, dice, “no pocas personas en el mundo piensan como revolucionarios pero sienten como pequeñoburgueses” [297]. Si el marxismo puede dar cuenta del desarrollo de determinadas tendencias en relación a su estructura social, no incrimina a los artistas por los pensamientos o sentimientos que expresan en su arte [310].

Pero además, la noción de cultura proletaria suponía una analogía entre la consolidación de la burguesía como clase dominante, con la consolidación de un Estado transitorio de una clase que no llega al poder como clase poseedora y que por otro lado no busca perpetuarse allí sino al contrario, disolver la misma división de clases junto con el Estado.

Este último punto refleja parte de la trama de los debates políticos del partido en aquellos años. Para Trotsky, que el proletariado dejará su marca en la cultura es indiscutible. Los poemas de obreros que relatan sus luchas, por ejemplo, desde un punto de vista pueden considerarse un hecho cultural no menor que el de las obras de Shakespeare, ya que señalan el despertar revolucionario y el fortalecimiento de la clase [362]. Pero si por cultura se entiende “un sistema desarrollado e internamente coherente de conocimiento y de habilidades en todos los ámbitos de la creación material y espiritual” [323], de estos elementos a la definición de una nueva cultura hay un abismo, sobre todo considerando que el período de transición, de cruenta lucha de clases, no es el más propicio para su desarrollo. El dinamismo de la época, dirá Trotsky, se concentra en la política; los años de tregua logrados dentro de la URSS podían generar ilusiones, pero la URSS misma se encontraba aún “enteramente bajo el signo de la revolución europea y mundial. Seguimos siendo, como antes, soldados en campaña” [322]. Esta perspectiva se oponía por el vértice a la posibilidad de construir el socialismo “en un solo país”, política que no casualmente iba a formalizarse a fines de 1924. Está en juego otro de los aspectos que Trotsky considera clave en su definición de la revolución permanente: la necesidad de su desarrollo internacionalista.

En el terreno cultural, Trotsky insiste en su crítica a los métodos de “laboratorio”: más aún en el Estado proletario, que se basa en la iniciativa creadora de las masas. No puede construirse la cultura de una clase a espaldas de ella, y para eso es necesario avanzar en la construcción del socialismo [324]. Pero esto implica que las clases mismas comenzarían a disolverse, dando paso a una cultura socialista.

Al arte socialista dedicará el último capítulo de su libro, trazando hipótesis que buscan responder a algunos de los problemas planteados. Allí dirá que habrá un momento histórico en que todo el arte se afinará “con otro diapasón”, donde la significación de Shakespeare o Byron podrá ser abordada –tanto como El capital–, como documentos históricos de una época dejada atrás. Si la producción artística no estará ya restringida a un pequeño sector de la sociedad, podrán esperarse nuevos Shakespeares y Goethes, e incluso cimas más altas. Será, apunta Trotsky, un arte realista, no en el sentido de la tendencia literaria que lleva ese nombre, sino en el de una cosmovisión que se haya sacado de encima el misticismo, al que no será necesario recurrir porque caerán las barreras entre el arte y la industria y entre el arte y la naturaleza. Contra aquellos que, como Nietzsche, habían presagiado que sin tensiones sociales el arte perdería sustancia, Trotsky nos hablará de una sociedad socialista con nuevos “partidos” –estéticos, científicos, filosóficos–, y de un arte no separado de la vida, imbricado en los objetivos que la sociedad se proponga llevar a cabo.

Lamentablemente, el establecimiento del “realismo socialista” refuerza su hipótesis del arte como termómetro social: algo andaba mal con la revolución cuando, de la mano de Stalin, en nombre del Estado obrero se dictó una escuela artística oficial, que serviría esencialmente para tergiversar los hechos de la revolución y ensalzar al líder, reprimiendo a los opositores y borrando en pocos años la rica experiencia que al calor de la revolución se había desarrollado. Incluso el Proletkult fue diezmado en la década de 1930, mientras que a nivel internacional, muchos artistas e intelectuales identificados con la revolución comenzaban a mirar a Trotsky con expectativa. Tal fue el derrotero de los surrealistas y, para nombrar otro ejemplo colectivo, el de la experiencia de laPartisan Review en EE. UU.

Hoy no estamos en una situación como la de 1920 y 1930; el stalinismo se ha derrumbado, pero no porque las masas hayan ajustado cuentas con él, sino para dar paso al triunfalismo capitalista que vivimos en las últimas décadas del siglo XX y que ha reducido al arte y la cultura a la vieja conocida regimentación mercantil, perfeccionada y agigantada. Los esbozos planteados por Trotsky deberían servirnos para analizar qué problemas y posibilidades constituyen nuestra época y limitan la creatividad de las grandes mayorías mientras ofrece al arte subastas y espectáculo.



[1] Ver “El asombro cotidiano”, IdZ 15, y “Las vanguardias soviéticas”, en Blog del IPS.

[2] Literatura y revolución, Bs. As., RyR, 2015, p. 213. Se indicarán entre corchetes las referencias a esta edición. La misma reproduce el libro en su versión completa y fue traducido directamente del ruso. Estas virtudes no evitan señalar que su estudio preliminar acomoda discusiones y referencias a una lectura del proceso revolucionario que, respecto al papel de jugado por Trotsky y Stalin en el período, es concesivo con este último.

[3] Quince años después, en el manifiesto firmado con Breton, Trotsky en este mismo sentido plantearía a los artistas que no quisieran quedar entrampados entre el fascismo y el stalinismo, la necesidad de ser “sinceros” con su “don de prefiguración” (ver “Transformar el mundo, cambiar la vida” en IdZ 2).

[6] A pesar de dedicar un capítulo a refutar a Shklovsky, referente del formalismo ruso y abiertamente enfrentado al marxismo, Trotsky considera positivo el intento de abordar científicamente los procedimientos literarios. Lo que considera es que sus conclusiones, que pretenden autonomizar esas formas del desarrollo social, está más cercano al “arte por el arte” que a las propuestas de las vanguardias.

[7] Ver el prólogo al libro La revolución permanente.

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