Hoy buena parte de la izquierda española vuelve a plantear la estrategia de “ruptura democrática. Desde el nuevo reformismo encarnado en Podemos hasta gran parte de la izquierda que se reivindica anticapitalista, retoman una vieja estrategia que hunde sus raíces en el VIII Congreso del PCE de julio de 1972 y que fue asumida, con distintos tiempos, por casi la totalidad de la oposición antifranquista.
Es necesario abordar este “retorno” partiendo de un balance de la que fuera la estrategia hegemónica en los ‘70. No deja de ser paradójico que se quiera acabar con un régimen político con la misma estrategia que condujo a su nacimiento. ¿Por qué terminó transformándose la “ruptura democrática” en lo que se conoció como “ruptura pactada”? ¿Había otra alternativa distinta a la transición “gatopardista” que dio origen al Régimen del ‘78?
Los que hoy vuelven a plantear la estrategia de la “ruptura democrática” lo hacen defendiendo su propio balance de la Transición. Los dirigentes de Podemos son el mejor exponente de ello, enfundados en el último tiempo en una reivindicación del rol del PCE y las direcciones de la oposición y de la idea tan repetida en estos 40 años por la izquierda que se hizo pata del Régimen del ‘78 de que “se hizo lo que se pudo”.
Además, revisitar tiempos pasados ayuda a ver lo “nuevo” con una perspectiva menos impactada por el discurso de la pospolítica, y más cercana a aquella frase de Marx de que la historia se suele repetir como farsa. Las diferencias entre los “rupturistas” de hoy y los de ayer son tan importantes como sus similitudes y continuidades. Lo “nuevo” adopta los aspectos más moderados de la versión original y rechaza sus flecos más “izquierdistas”. Se trata de una reedición conservadora de los pilotos “de los de abajo” en los convulsos años de la Transición.
Rastreando la génesis de la “ruptura democrática”: evitar otra revolución
¿Qué entendía el PCE como “ruptura democrática” a comienzos de los ‘70? Su definición era bastante más concreta que las que escuchamos en boca de dirigentes de Podemos o Izquierda Unida. El partido de Santiago Carrillo tomaba como referencia la caída de la monarquía en abril de 1931 y la proclamación de la II República. Se trataba de provocar el derrumbe de la dictadura por medio de la movilización pacífica en las calles y los centros de trabajo. Una demostración de fuerza controlada que en ningún caso debía poner en cuestión el sistema social ni la propiedad capitalista. Tuvo diferentes nombres; desde la huelga general pacífica ensayada sin éxito ya en 1959, a la gran acción democrática nacional que plateaba el PCE aún en 1976.
Esta acción serviría para instaurar un gobierno provisional integrado por las organizaciones de la oposición y los sectores del franquismo que optasen por el cambio de chaqueta, que se encargaría de establecer un Régimen democrático: amnistía, legalización de partidos, libertades democráticas, consulta sobre la forma de Estado y convocatoria electoral para unas Cortes Constituyentes. Esta hoja de ruta fue asumida por la Junta Democrática, el agrupamiento de la oposición antifranqusita impulsado por Carrillo en el verano de 1974 junto con personajes del Régimen como el numerario del Opus Dei, Calvo Serer.
El PCE renunciaba de entrada a demandas democráticas fundamentales como el derecho a la autodeterminación de las nacionalidades, que era sustituido por la fórmula abstracta del reconocimiento de la personalidad política del pueblo vasco, catalán y gallego y que después se concretaría en la demanda de estatutos de autonomía. También sentaba las bases de la impunidad de los crímenes franquistas que iba a quedar sellada con la Ley de Amnistía de 1977. El PCE y la Junta publicaron un llamamiento a la reconciliación nacional. Reeditaban la estrategia de este mismo nombre adoptada por el estalinismo español en 1956, que defendía un frente democrático junto a los franquistas reformistas para superar la guerra civil. Carrillo inauguraba así la versión de la “guerra fratricida” que luego retomará la historiografía oficial de la Transición.
El PCE se preparó con perseverancia para estar a la cabeza de los choques sociales que la dictadura en sus postrimerías podía desencadenar, siendo fieles al rechazo a la revolución social. El PCE en la guerra civil había sido su principal enemigo y su verdugo poniéndose a la cabeza de su aplastamiento sangriento en Barcelona en mayo de 1937.[1]
Durante los ‘50 y ‘60 articuló una estrategia por el advenimiento de un régimen democrático a la europea, en el que pudiera ser su pata izquierda. Sus homólogos franceses e italianos eran el espejo en el que mirarse. Ellos contribuyeron a desactivar la “amenaza” revolucionaria después de la segunda guerra mundial, siendo piezas fundamentales para la integración del movimiento obrero y la estabilización de sus respectivas democracias imperialistas. Sería con ellos con quienes Carrillo elaboraría el barniz “teórico” para justificar la adaptación del estalinismo occidental a los regímenes democrático-burgueses y el sistema capitalista, el eurocomunismo.
Sin embargo el sistema de alianzas para evitar un proceso revolucionario iba a ser diferente que el de cuarenta años atrás. En los ‘30 la alianza con la burguesía republicana y las organizaciones reformistas en el frente popular había sido el instrumento. En los ‘70 iba a ser la alianza con los vencedores de la guerra civil. El estalinismo español pasaba del “frente popular” a la “unidad nacional” nada menos que con el fascismo reciclado, como ya había hecho el italiano con su “compromiso histórico” con la burguesía musoliniana y el imperialismo norteamericano.
Una “ruptura” que no llegó a darse
La hoja de ruta definida por el PCE en su Congreso de 1972 nunca llegó a realizarse. Aun limitándose a promover un cambio de Régimen político, la vía para conseguirlo contenía demasiados “peligros”. En los ‘30 el PCE había renunciado a la revolución socialista, pospuesta sine die. En los ‘70 iba a renunciar también a la democrática. La escolástica división entre una y otra no se podía sostener más que en el papel. Desatar las fuerzas sociales para derrumbar la dictadura y llevar adelante un programa de demandas democráticas, aún limitado, abría la puerta a un proceso revolucionario que se escapara de las manos a la misma dirección de Carrillo. Como estaba pasando en el vecino Portugal, los obreros en huelga y sus organismos de lucha podrían querer llevar los “cambios” hasta más allá de la línea roja de la propiedad capitalista y la reconciliación con sus verdugos.
Desde diciembre de 1975, y muy especialmente a partir de enero de 1976, se multiplican las huelgas obreras, las manifestaciones estudiantiles, por la amnistía, entre otras. En el año anterior se habían producido huelgas generales en provincias como Vizcaya, Guipúzcoa, Navarra o comarcas como el Baix Llobregat. En 1976 se pondrían en huelga más de tres millones y medio de trabajadores. En algunas ciudades como Barcelona más del 50% del censo laboral participaría en los paros. La clase trabajadora había vivido una fuerte recomposición desde los años 60 y al calor de ésta había avanzado en su capacidad de organización, lucha y solidaridad[2].
El primer Gobierno de la monarquía, presidido por el franquista Arias Navarro, apostaba por una continuidad absoluta de la dictadura. Un plan que no incluía integrar a las direcciones políticas de la oposición y que impedía refundar el Régimen y dotarse de una nueva legitimidad. Ante semejante inmovilismo, Carrillo y el PCE van a dejar correr la movilización para utilizarla como moneda de cambio hasta la apertura de una posible vía negociadora.
Con el nombramiento de Suárez en julio, la Corona y la mayor parte de la burguesía española comenzaron a preparar un cambio cosmético ante el peligro de que la agitación de la calle se convierta en un proceso revolucionario como el de Portugal. Además, el Régimen necesitaba legitimidad para un ajuste que la burguesía debía aplicar urgente contra los trabajadores, en el marco de la crisis económica abierta desde 1973 que golpeaba fuerte al capitalismo español del ladrillazo y los planes industrializadores franquistas.
Carrillo, en el pleno del Comité Central de julio de 1976 explicaba cómo “sin una transformación democrática, sin un gobierno en el que los trabajadores y esas capas se vean defendidos, no será posible comenzar a afrontar la solución de los problemas económicos que tiene el país”[3]. Y este será también el discurso público sostenido hacia el nuevo Gobierno: si quieres aplicar un ajuste hay que cambiar el Régimen e integrar a los comunistas en el mismo como garantía de “domesticación” del movimiento obrero.
Los meses del Gobierno de Arias plantearon la posibilidad de tumbar la dictadura con la movilización social. Pero el PCE se negó en todo momento a coordinar el ascenso obrero en curso y boicoteó activamente toda medida en esa dirección. Un mar de huelgas aisladas podía servir para abrir una negociación. Pero un ascenso obrero coordinado podía abrir una situación que el PCE no tenía garantías de poder controlar y contener en las limitadas demandas de su Junta Democrática.
Su norte era conquistar la “unidad nacional” con sectores del franquismo. Eso requería una dosis alta de “moderación”. El PCE dejó conscientemente aisladas huelgas comarcales y regionales, o luchas que cuestionaban el dominio territorial como la huelga de Sabadell de febrero o la lucha de Vitoria en marzo de 1976. Especial ahínco puso en dejar aislado el movimiento obrero en el País Vasco donde entre enero de 1976 y mayo de 1977 se dieron 13 huelgas generales de carácter político contra la brutal represión de Arias y Suárez.
El ascenso obrero abría la oportunidad de realizar el camino del 31, pero era demasiado peligroso para que todo quedase en el programa de la “ruptura democrática”. Carrillo no olvidaba como después de la caída de la monarquía de Alfonso XIII las direcciones reformistas de la época, sobre todo los socialistas, habían tenido que hacer grandes esfuerzos para contener la energía de los obreros y campesinos. Los engañaron con el bienio reformista que desilusionó a millones, abandonaron a la insurrección asturiana del 34 y tuvieron que hacer todo tipo de esfuerzos, incluido el aniquilamiento físico, para liquidar la revolución del 36.
Si querían limitarse al programa de la “ruptura democrática”, había que olvidarse de llevar adelante cualquier tipo de ruptura que sólo podía imponerse desde una movilización revolucionaria. Un 31 corría el peligro de traer un 36. Cuando Carrillo se enorgullecía de que el PCE había evitado una nueva guerra civil, lo hacía sobre todo de ser haber sido ‘apagafuegos’ del estallido de una nueva revolución obrera. De haber logrado evitar la coordinación de las empresas en lucha, la extensión nacional de las huelgas provinciales y comarcales, combatido el desarrollo de la solidaridad, dejado aisladas las experiencias de dominio territorial, regimentado y burocratizado las comisiones obreras y boicoteado la creacción organismos de auto-organización.
Si había “ruptura” se corría el riesgo de que fuese mucho más que “democrática”. La solución que encontraría el PCE fue una nueva rebaja del programa para favorecer un cambio tranquilo.
Una “ruptura pactada” nada rupturista y nada democrática
El PCE pasó rápido del rechazo retórico al plan de reforma de Suárez, a intervenir activamente para levantar huelgas y cerrar conflictos. Las consignas que darán a sus cuadros serán las de frenar las huelgas, el desarrollo de las coordinadoras y otros organismos de democracia de base. Serán meses decisivos en los que se impondrán serias derrotas a muchas de las huelgas y movilizaciones. Esto llevará a un cierto reflujo a final del año que será bien aprovechado por Suárez para someter a referéndum su Ley de Reforma Política.
Desde bien temprano hay contactos entre el PCE, la Corona y Suárez por canales indirectos[4]. Pero ¿Cómo justificar una negociación a la baja después de la demostración de fuerzas que el movimiento de masas había realizado en las calles y que había llevado a Fraga a declarar aquello de “la calle es mía”? Carrillo necesitaba una auto-derrota y va a encontrar la oportunidad en los meses finales de 1976.
La primera la encontrará en la convocatoria de una jornada de huelga general estatal el 12 de noviembre. Para “prepararla” el PCE levantará en las semanas previas, y en la mayor parte de casos pasando por encima de las decisiones de asambleas multitudinarias, huelgas en sectores claves como la construcción o el metal. Esto se sumaba al desgaste sufrido por las movilizaciones gracias a la política de descoordinación y aislamiento. Aun así la jornada de paro no fue todo el fracaso que la dirección del PCE buscaba. Más de dos millones de trabajadores la secundaron y fue seguida de forma unánime en los sectores más concentrados del movimiento obrero. La negativa a tomarla como un punto de arranque de un plan de lucha para derrotar la reforma de Suárez es lo que permitió que ganara el balance de que no había fuerzas para derrotar la Dictadura en la calle. Un mensaje que interesaba tanto a Suárez como a los dirigentes de la oposición que estaban entablando negociaciones ya con el Rey y los franquistas reciclados. La segunda auto-derrota se derivaba de esta primera: la victoria del sí en el referéndum.
Hoy en día es común oír a dirigentes de Podemos como Pablo Iglesias o Iñigo Errejón[5] hablar de estas dos auto-derrotas como “datos” irrefutables de que la correlación de fuerzas no permitía alcanzar más de lo que se logró. Estos académicos de las ciencias políticas reducen todo el proceso a dos fotos fijas, justamente tomadas en el momento de reflujo. Se niegan a tomar en cuenta cuándo y en qué condiciones se produjeron ambos hechos y, sobre todo, a ver que la correlación de fuerzas no es un hecho dado e inmutable, sino que se construye y se modifica en la arena de la lucha de clases. En esa construcción la política del PCE y todos los meses anteriores, fue apostar por el desgaste y la desorientación del mayor ascenso huelguístico en décadas. Un elemento que, cuanto menos, hay que tener cuenta.
Pasan por alto también que esta foto fija de finales del 1976 iba a verse conmocionada por los asesinatos de los abogados laboralistas de Atocha en enero de 1977. La indignación general ocasionada por los asesinatos contenía el “peligro” de encender de nuevo la llama de la movilización. Aquí el rol del PCE apareció cristalino y sin ropajes. Carrillo tomó los días posteriores como la prueba de lealtad para demostrar a Suárez que la integración del PCE no sólo no era peligrosa sino era necesaria para calmar la calle. El estalinismo tratará de imponer, muchas veces a fuerza de golpes, la paz social tras los atentados. Ante la gran indignación, los dirigentes del PCE y el PSOE llamaron a “no caer en provocaciones”, apostando por la desorganización y limitando las movilizaciones a misas y marchas pacíficas. En los meses siguientes tanto Carrillo como el mismo Marcelino Camacho, por entonces secretario general de CCOO, no se cansarán de decir a los obreros que “hay que saber acabar una huelga”.
Este compromiso con el nuevo régimen no les iba a resultar una tarea fácil. Mucha de su base y miles de trabajadores que tenían como referentes otros grupos de la extrema izquierda, iban a tratar de retomar el camino de la movilización para combatir la reforma. Enfrente iban a tener ya una alianza perniciosa. Por un lado el PCE boicotearía abiertamente la mayor parte de las luchas e iba a decretar la paz social y la moderación salarial en las empresas con la firma de los Pactos de la Moncloa en octubre del 1977. Por el otro la Policía y el Estado incrementaron una represión selectiva contra esta disidencia, que Carrillo y los suyos se negaron siquiera a condenar. No era una alianza con los partidos de la burguesía democrática, casi inexistentes salvo en las nacionalidades, sino directamente con los vencedores de la guerra civil, mientras éstos seguían encarcelando, torturando y deteniendo a miles de obreros y jóvenes que se negaban a aceptar la línea de la “ruptura pactada”.
El otro “dato irrefutable” que plantean Iglesias, Errejón e incluso el historiador y dirigente de Proces Constituyent, Xavier Domenech, es que la imposibilidad de una verdadera “ruptura” venía dada por la no fragmentación del Ejército y las Fuerzas de Seguridad. Para ello se compara el proceso español con el portugués. Según ellos en el país vecino los partidarios de la “ruptura” contaban con el apoyo de una parte de las Fuerzas Armadas. Sin duda el levantamiento de los capitanes de abril marcaba lo agudo de la crisis del régimen y el Estado luso. Pero pasan por alto que esta casta militar no jugó en ningún momento un rol impulsor de la iniciativa revolucionaria expresada en las ocupaciones de fábricas, viviendas, fincas o la formación de comités de inquilinos. El Movimiento de las Fuerzas Armadas, junto con el PCP, van a lidiar con todos estos procesos e incluso pueden apoyarse en la movilización de las masas en sus pugnas con otras fracciones, en la disputa por la dirección de la transición portuguesa. Pero su norte estratégico siempre fue lograr desactivarlos y reconducir la revolución dentro de unos marcos de reforma política del régimen salazarista. Una tarea que logrará consolidar, como en el caso español, la derecha salazarista y los social-demócratas, pero que no se puede entender sin el rol contrarrevolucionario del PCP y el MFA.
En marzo de 1977 Carrillo, acompañado de los secretarios generales del PCI y el PCF, presentará en Madrid su nueva estrategia eurocomunista: una vía democrática al socialismo basada en la combinación de la movilización social como instrumento de presión sobre el Estado y la conquista de éste por medio de las elecciones. Los estalinistas occidentales preparaban el camino para su socialdemocratización casi al mismo tiempo que los socialdemócratas preparaban su salto hacia el social-liberalismo. Esta nueva estrategia aparecía sin embargo a la izquierda de la habitual práctica del PCE. Con el eurocomunismo Carrillo aún hablaba de lucha de clases y del socialismo como meta. En la práctica el PCE se estaba dedicando a desorganizar a la clase trabajadora, actuar como un partido del orden y ser el garante del ajuste capitalista por medio de los Pactos de la Moncloa.
El programa de preservación de la propiedad y reconciliación nacional de Carrillo, contenido en la estrategia de “ruptura democrática”, no podía llevarse adelante de otra manera que de “la ley a la ley”, como proponía Suárez. Desterrar la vía de la movilización revolucionaria era una condición para garantizar estas dos premisas. Todo ello reducía las vías de cambio a la negociación con el franquismo reciclado. Y eso implicaba necesariamente renunciar de entrada incluso a su programa democrático limitado, aceptar la Corona y que el cambio de Régimen se realizara con el mantenimiento de las estructuras estatales de la dictadura o su reciclaje.
Podemos y la versión conservadora de la “ruptura democrática”
Hoy los dirigentes de Podemos alaban al “eurocomunismo” de Carrillo y Enrico Berlinguer. Sin embargo esta reivindicación se hace desde una lectura adaptada a cuatro décadas de restauración burguesa. Por lo tanto las referencias a la lucha de clases como medio de acción y al socialismo como meta son esas “veleidades izquierdistas” de los ‘70 que prefieren dejar a un lado. La actualización del “eurocomunismo” que reivindican Iglesias, o el mismo Alexis Tsipras, confía toda transformación a la vía electoral y al pacto entre las élites, algo que no está lejos de la “aplicación concreta” que hizo Carrillo de su teoría.
La movilización puede actuar como mera comparsa del “cambio” y la “participación ciudadana” no supera algunos medios telemáticos plebiscitarios o las existentes Iniciativas legislativas populares mejoradas. Por otro lado, se sustituye la meta socialista por la de la “democracia real” o el “gobierno decente”. En la práctica, la apuesta por construir un capitalismo nacional competitivo a nivel internacional es común al Iglesias de hoy y al Carrillo de ayer.
Si vamos al contenido preciso de la “ruptura democrática” que proponen los dirigentes de Podemos encontramos igualmente una rebaja sustantiva respecto a la original. Las demandas democráticas quedan reducidas a una regeneración política basada en medidas contra la corrupción, fin de las puertas giratorias y, tal vez, una reforma de la ley electoral. Nada se dice acerca de qué hacer con la Corona, la Jefatura del Estado heredada de la Dictadura. Es más, se saluda el mensaje navideño de Felipe VI, se le pide audiencia e incluso se plantea que hoy el tema de la forma de Estado no es un tema que interese a la ciudadanía. Nada se dice de la separación de la Iglesia y el Estado, sino que se aplaude al Papa Francisco en el Parlamento Europeo. El derecho de autodeterminación de las nacionalidades se liga a que una mayoría en el resto del Estado así lo conceda -en las Cortes- y ante el ataque del Constitucional contra la consulta catalana se guarda un calculado silencio. Nada se dice de acabar con el aparato judicial y represivo que es heredero directo del franquismo y que está acusado de innumerables casos de tortura. Iglesias prefiere guardar silencio ante casos tan escandalosos como el denunciado por el documental Ciutat Morta y en cambio se reúne con sindicatos policiales y da vivas a las Fuerzas Armadas y la Guardia Civil en la campaña electoral de Andalucía. Se abandona toda medida que vaya en contra del imperialismo español, europeo o norteamericano. Si el PSOE ganó en el 82 con el “OTAN, de entrada No” para después pasarse al “OTAN sí”, Iglesias ya ha renunciado a la oposición a la OTAN y se ha reunido con el embajador de EEUU en Madrid.
Si atendemos al programa económico y social el salto respecto al proyecto de “ruptura democrática” de los ‘70 es algo menor, aunque en el caso de Podemos los ritmos de genuflexión ante los grandes capitalistas son bastante más acelerados. En los ‘70 el objetivo era la constitución de un capitalismo de concertación social y hoy se pelea por su restablecimiento, por recuperar un programa socialdemócrata.
Sin embargo esta “reconquista” está imbuida de un pragmatismo tal que genera serias dudas de hasta donde se pretende recuperar. En primer lugar, porque el inicio de la pérdida de derechos se sitúa sólo en el arranque de la actual crisis capitalista. Es como si toda la ofensiva neoliberal de los años ‘90 y la precariedad que afectaba al 35% de los trabajadores en 2007 quedasen ya naturalizadas. Pero lo más dudoso es que para lograr este restablecimiento de un Estado del bienestar débil, se fija un programa económico cada vez más respetuoso con los responsables de la crisis y sus consecuencias, que se plasma en la posición de la deuda. Desde la auditoria y quita parcial, se ha llegado a una mera reestructuración y a que Errejón anuncie que ellos no condonarían la deuda de Grecia.[6] Ni siquiera planes asistenciales y reformas tímidas, aunque necesarias, como las que proponía Syriza en su Programa de Tsalónica, se pueden llevar adelante manteniendo los compromisos con los acreedores, como se está viendo en Grecia.
De hecho ya se han dejado demandas tan sentidas como la jubilación a los 60 años o las 35 horas. Y mientras se niegan a explicar qué hacer con las reformas laborales aplicadas en los últimos 20 años y sus consecuencias, se deshacen en halagos a grandes capitalistas como la familia Botín o se apela a que España necesita “ricos responsables y patriotas”, como dijo Iglesias antes algunas de las grandes empresas del IBEX35.
¿Había otra “ruptura democrática” posible?
Dentro de la oposición por izquierda a Iglesias al interior de Podemos se plantean otras interpretaciones que tienen sus puntos de contacto con otras versiones “setentistas” de la “ruptura democrática”. Son las que hicieron grupos de la extrema izquierda provenientes del maoísmo, como el PTE o el MC, o algunos trotskistas, como la LCR.
El maoísmo se sumará desde el primer momento a la estrategia de “ruptura democrática”. Ésta encajaba con su concepción de revolución por etapas. Se trataba de conquistar la democracia para el día de mañana luchar por la revolución socialista. El PTE entró en la Junta Democrática y el MC en la Plataforma Democrática que impulsaba el PSOE. El contenido del programa de la ruptura era más ambicioso para estos partidos: República, derecho de autodeterminación y castigo a los criminales de la dictadura. En lo económico tenían demandas más radicales e incluso punitivas del derecho de propiedad en algunos casos, pero como el PCE, dejaban la lucha por el socialismo para más adelante.
La LCR no va a ser parte de los organismos unitarios de la oposición que se nucleaban en torno a la “ruptura democrática”, excepto en la Asamblea de Catalunya. Sin embargo en el verano del 76, en su IV Congreso, adoptaron un programa que fijaba como objetivos inmediatos demandas democráticas como el derecho de autodeterminación y la asamblea constituyente. Si bien no abandonaría la defensa de demandas transitorias como la nacionalización de las fábricas en crisis o la escala móvil de salarios, lo cierto es que ante el advenimiento de la “ruptura pactada” irá alineándose cada vez más con el MC y la versión de izquierda de la “ruptura democrática”. Un acercamiento que se profundizará durante los 80 hasta la fusión de ambos grupos en 1991.
Esta versión se distinguía sobre todo en cual debía ser la vía para imponer la ruptura. El maoísmo se mantuvo más fiel a la letra de lo defendido hasta hacía poco tiempo por el PCE: derrumbe de la dictadura por la movilización. Sin embargo compartía la visión de que era necesario posponer las transformaciones sociales anticapitalistas y la confluencia con sectores de la burguesía democrática o no monopolista. Esto imponía un límite a la movilización obrera y popular. Un ascenso obrero coordinado y que pusiera contra las cuerdas a la dictadura y la clase capitalista iba en contra de esta alianza interclasista. Los burgueses demócratas podían asustarse y hacer piña con el búnker franquista.
Los maoístas compartían dos de los principios fundamentales de la “ruptura democrática” de Carrillo. Será el giro a la derecha del PCE lo que los convertía en “rupturistas” de izquierda. Durante meses bregarán por que la movilización social se mantenga y en contra de las cesiones constates que imponía el PCE. Pero sus coincidencias estratégicas con los eurocomunistas los condenaron a ir a remolque de la línea de Carrillo que llegó a ironizar diciendo que los maoístas eran como el PCE pero “con algunos meses de retraso”. Tanto es así que su principal grupo, el PTE, acabará llamando a votar en favor de la Constitución en el referéndum de 1978.
Las versiones de izquierda de la “ruptura democrática” ¿Una alternativa?
Hoy también surgen sectores que se ubican como el ala izquierda de la “ruptura democrática” del siglo XXI. Uno de los más importantes es el grupo Anticapitalistas. Un grupo que proviene de la misma LCR de los 70[7]. Pero esta “reactualización” del ala izquierda de la “ruptura” de los ‘70 también se hace descafeinando a sus pares setentistas. Tras años de adaptación de buena parte de la izquierda a la ofensiva ideológica contra la revolución y el socialismo, hoy el ala izquierda de la “ruptura democrática” prefiere hablar de “democratización de la economía” y movimientos ciudadanos, y ya no de “socialismo” o “lucha obrera y popular”. Como en los ‘70 la principal diferencia entre las versiones moderada y de izquierda de la “ruptura democrática”, vuelve a ser de grado.
El campo en el que más se han planteado las diferencias es en el tipo de régimen interno del que dotar a los nuevos proyectos políticos. Frente al modelo vertical y plebiscitario de Iglesias, sectores como el encabezado por Pablo Echenique o Teresa Rodríguez proponían hace meses un modelo más horizontal y basado en los círculos de militantes.
En el programa político grupos como Anticapitalistas, al que pertenece Rodríguez, formalmente defienden demandas más radicales en lo democrático y algunas medidas menos respetuosas con la gran propiedad capitalista en lo social. Decimos formalmente, porque el giro a la moderación llevado adelante por Iglesias y su equipo ha contado con nula oposición de su parte. Todos los abandonos respecto al manifiesto “Mover ficha” con el que surgió Podemos o el mismo programa de las europeas, se vienen llevando adelante con el silencio de la mayor parte de los “rupturistas” de izquierda.
En la estrategia de Anticapitalistas para conseguir “el cambio” hay una interpretación más de izquierda de la vía electoral propuesta por Iglesias y su equipo. Plantean que hay que combinar la conquista y gestión del estado con la movilización social que facilite las victorias electorales y sirvan de apoyo social a las medidas gubernamentales. Es la principal diferenciación y algunos dirigentes de la línea oficial, como Carolina Bescansa, han querido ridiculizarla con su distinción entre el “Podemos para ganar” y el “Podemos para protestar”.
Cabe preguntarse si con la conquista del gobierno por la vía electoral se pueden resolver las grandes demandas democráticas y sociales que se vienen expresando en la calle desde 2011. El Estado y el poder real son mucho más que el gobierno de turno. Y esto lo sabe y reconoce Iglesias cuando afirma que “tener el gobierno no es tener el poder, pero parece que es lo único que hay”[8]. ¿Cómo entonces sortear el poder de los acreedores, de los grandes capitalistas o de instituciones como la judicatura, la policía y las fuerzas armadas? Siguiendo los principios de la “ruptura democrática” del siglo XXI hay dos caminos posibles.
El primero es el de Pablo Iglesias. Se basa en el más absoluto pragmatismo adaptado a los “límites de lo posible”. No hay otra vía que encontrar el acuerdo con todos los enemigos del “cambio”, que de repente han pasado a ser “personas relevantes” como se han referido a Felipe VI para justificar la petición de audiencia. Para ello hay que “actuar con responsabilidad” y adaptar el programa a lo que se podría conseguir en dicha negociación. Siendo “realistas” hay que olvidarse de acabar con la Corona, de conseguir el derecho de autodeterminación, del “no debemos, no pagamos”, de acabar rápidamente con el desempleo… Este es el camino ya emprendido por la actual dirección de Podemos. Además de la continua rebaja del programa, comienzan los “gestos” y “contactos” con el establishment con el que habrá que acordar –reunión con Zapatero y Bono, actos con grandes empresarios, embajadores, etc.-.
El segundo camino es el que plantea el ala izquierda de la “ruptura democrática”. Es una vía que diverge sobre todo en el tramo final. La apuesta por la conquista del Gobierno hace “asumible” la constante renuncia programática, o por lo menos no se considera un terreno de disputa política central en pos de no parecer demasiado radicales. Para combatir a los “poderes” que dificultarán la conquista del gobierno y la aplicación de sus medidas se apuesta por la movilización social como instrumento. Una movilización que no se plantea en ningún momento como independiente del gobierno del cambio, sino como herramienta de presión a su servicio. Es una concepción similar a la que llevó a la izquierda a embellecer a los gobiernos posneoliberales latinoamericanos como el de Chávez, que no han dudado en apelar a la movilización controlada y regimentada de sus seguidores para enfrentar las injerencias imperialistas y a la burguesía golpista, pero no ha consentido el disenso por izquierda del movimiento obrero y popular o expresiones de independencia que escaparan de su control.
Una movilización de este tipo en ningún caso puede superar los verdaderos “poderes” ya que no se busca que vayan a socavar sus bases reales. No se plantea la movilización como una vía para acabar con el aparato del Estado y sus cuerpos represivos. Esto iría en contra del fetichismo del Estado de la “ruptura democrática” que sostiene la ilusión de que se le puede transformar en una entidad independiente de las clases sociales. Tampoco busca socavar el poder económico y social de los grandes capitalistas, pues no se pretende imponer medidas confiscatorias contra la gran propiedad. El ala izquierda de la “ruptura democrática” no plantea entonces una alternativa para poder llevar verdaderamente adelante las transformaciones sociales y políticas que recoge en su programa de cambio, lo cual no puede conducir más que a una adaptación al mismo “pragmatismo” de Iglesias del que hoy se separan con extrema timidez.
Pero lo más peligroso de esta concepción de la movilización como comparsa del gobierno del cambio es que con un verso de “izquierda” se abre el camino a que los trabajadores y sectores populares queden desarmados para luchar por sus propios medios para conquistar el programa que el pragmatismo de Iglesias o Tsipras no quiera darles. Recientemente el dirigente de Anticapitalistas Miguel Urbán, en una charla con Katerina Sergidou, miembro de la Plataforma de Izquierda de Syryza, se congratulaba del apoyo mostrado en las calles de Atenas a las negociaciones llevadas adelante por Varoufakis con la Comisión Europea. Urbán pierde de vista que es necesario que los trabajadores y la juventud griegos empiecen a organizarse ya mismo para pelear de manera independiente porque sus demandas no sean abandonadas en las negociaciones con la Troika devenida en “Instituciones”.
La estrategia no rupturista de la ruptura democrática
Pablo Iglesias, en numerosas charlas e intervenciones públicas, suele presentar la apuesta por la vía electoral y el pragmatismo del “cambio posible” con una simplificación dicotómica entre las estrategias posibles para la transformación social. Para él en el siglo XXI sólo habría dos alternativas.
La primera es el uso de la fuerza. Entiende ésta desde una concepción militarista. Se necesitaría por lo tanto o bien el apoyo de una parte significativa de las fuerzas armadas o bien el éxito de un método guerrillero o de terrorismo individual. La primera opción está lejos de poder materializarse en un Estado con unas fuerzas armadas profesionalizadas y profundamente conservadoras. La segunda ha demostrado su fracaso histórico en múltiples escenarios, algunos tan próximos como el de ETA y la lucha por la independencia vasca.
La segunda alternativa sería la de constituir un proyecto político capaz de aglutinar una mayoría electoral suficiente para la conquista del gobierno. Esta es la única con visos de prosperar, aunque sea al precio de tener que autolimitar las aspiraciones de cambio a los límites impuestos por unos poderes reales que siguen actuando como intocables.
Iglesias borra de un plumazo nada menos que la estrategia de conquista del poder político por medio de una revolución social con la clase trabajadora al frente. Por defecto esta vía, dado su carácter no pacífico, caería en el saco de las “no posibles”, pero no se molesta ni en discutirla. Se apoya en un sentido común de época en la que la estrategia de la revolución habría pasado a la historia.
Tomando en cuenta la tradición política de Iglesias, con origen en el PCE de los ‘90, préstamos importantes de la pospolítica, reivindicación eurocomunista y evolución socialdemócrata en el último tiempo, no puede sorprendernos que de por clausurada históricamente la posibilidad de un proceso revolucionario protagonizado por los trabajadores y sectores populares. Pero es lamentable que esto sea compartido por buena parte de la izquierda anticapitalista que termina asumiendo, con algunos ribetes de izquierda, la misma estrategia de “ruptura democrática” del siglo XXI.
Si algo muestra unos límites demasiado estrechos en el siglo XXI es precisamente el retorno de viejas estrategias reformistas ya ensayadas durante el XX con resultados bastante insatisfactorios para “los de abajo”. La “ruptura democrática” de los ‘70 significó un profundo desencanto para millones de los que enfrentaron a la dictadura y luchaban por hondas transformaciones políticas y económicas que no tuvieron lugar. Aun así el Régimen del ‘78 pudo dar concesiones, especialmente a partir de la segunda mitad de los años 80, como el desarrollo de un débil Estado del Bienestar. El “consenso” de la Transición alcanzó así una sólida base social que es la que hoy se desquebraja al calor de la crisis. Sin embargo, los emuladores de los Carrillo y González juegan en un terreno mucho más limitado. Éstos encontraron en los imperialismos norteamericano y europeo sendos aliados para lograr una estabilización del Régimen del ‘78, mientras que los “gobiernos anti-austeritarios” se dan en un nuevo contexto mundial hijo de la crisis capitalista de 2008, que hace imposible resolver los graves problemas sociales sin tocar los intereses de los grandes capitalistas y dificulta mucho poder restituir una nueva legitimidad política.
El neo-reformismo del siglo XXI puede emular en un primer momento la “ilusión” del ‘82 que permitió cerrar la Transición, pero le faltan los fundamentos materiales necesarios para que de la “ilusión” se pase a un nuevo “consenso” que garantice un nuevo periodo de estabilidad duradera. En el ‘78 quedó patente que no es posible resolver las grandes demandas democráticas de la mano de la burguesía o sus sectores democráticos, ni mucho menos los grandes problemas sociales o evitar hacer paganos de las crisis a los sectores populares. El 2015 puede demostrar que ni siquiera el parcheado de las consecuencias de la crisis y una tímida regeneración democrática pueden llevarse adelante con una estrategia de acuerdo y negociación con las instituciones del régimen y los grandes capitalistas.
Por una ruptura revolucionaria con el Régimen del ‘78 y el capitalismo español
La resolución hasta el final de las demandas democráticas contra el Régimen del ‘78 y los problemas sociales de desempleo, precariedad, desahucios o desmantelamiento de servicios públicos, sólo pueden llevarse adelante por medio de una verdadera ruptura revolucionaria.
Una ruptura con la “dictadura de los mercados” y los grandes capitalistas. No es de recibo que debamos resignarnos a la voluntad de un puñado de supermillonarios que deciden sobre nuestras vidas, como está planteando en los hechos el gobierno Syriza. Es necesario pelear por un programa social sin cortapisas, que apunte a poner todos los recursos económicos al servicio de las grandes mayorías, empezando por el no reconocimiento de una deuda que no es nuestra y la condonación de la deuda a los otros pueblos esquilmadas con este mecanismo, como Grecia. Hay que plantear un programa que permita repartir el trabajo, incrementar los salarios, organizar racionalmente toda la actividad económica en función de los intereses de la mayoría, dotar de recursos suficientes a la educación y la sanidad… Para ello son imprescindibles medidas punitivas contra el sacrosanto derecho a la propiedad de los grandes capitalistas. No tiene sentido que no podamos resolver los grandes problemas sociales por el respeto a las grandes fortunas como la de los Botín, que tanto admira el secretario general de Podemos Madrid, Carmen Lomana, con la que tomó el roscón de reyes Monedero, o esos “ricos patriotas” a los que apelaba Iglesias.
Pero para poder imponer un programa así hay que luchar por ruptura total con esta democracia para ricos. Una ruptura que apunte al desmantelamiento del actual aparato del Estado, y no la utópica misión de convertirlo en un aparato al servicio de las mayorías sociales. Instituciones como la Judicatura, la Policía, el alto funcionariado… están ligadas con miles de lazos materiales y de sangre a los intereses de las grandes familias. Se trata de tomar el poder, pero no para gestionar el ejecutivo y legislativo bajo la tutela de los verdaderos poderes, sino para construir un Estado sobre bases nuevas que responda a los intereses de los trabajadores y sectores populares. Un Estado que se base en organismos de democracia directa radicados en los centros de trabajo, los barrios y los centros de estudio.
Esta perspectiva implica retomar una vía para conseguirla distinta a la vía electoral y la gestión dentro de los límites de lo existente. La idea de abrir un proceso constituyente para decidir sobre todo ha sido planteada por la dirección de Podemos en muchas ocasiones, aunque conforme acelera su giro al centro queda más olvidada. La vía para abrirlo es desde los límites del mismo Régimen del ‘78 y los rígidos mecanismos de reforma constitucional.
Hace falta retomar una estrategia basada en la lucha y organización de los sectores populares con la clase trabajadora al frente, que sea capaz de abrir un escenario de movilización en contra del actual régimen, que permita el surgimiento de organismos de auto-organización que expresión del poder de los trabajadores y que apunte al derrumbe del Régimen del ‘78 para abrir camino a un gobierno de trabajadores basado en esos mismos organismos. Solamente una vía así podría abrir un verdadero proceso constituyente totalmente libre y soberano donde las amplias mayorías sociales pudiera decidir y cambiar todo.
Esta perspectiva plantea la tarea preparatoria clave de avanzar en construir un partido revolucionario que pelee por ella, que acompañe a los miles que hoy mantienen fuertes ilusiones en el “cambio” prometido por los proyectos neo-reformistas sin dejar de denunciar y combatir sus límites. La constitución de una alternativa revolucionaria desde el primer momento es una tarea fundamental para disputarle en el futuro el balance de la experiencia de Podemos a los sectores de la derecha y la extrema derecha que querrán convertir el desencanto en desmovilización, apatía o incluso politización en clave reaccionaria.
NOTAS:
[1] Para profundizar sobre las jornadas de Mayo de 1937, ver Santiago Lupe y Federico Grom, “Cuando Barcelona estuvo bajo control de los obreros”, Contracorriente – Suplemento Especial Mayo del ’37, mayo 2012.
[2] Para profundizar sobre el ascenso obrero del ‘76 hay buenos trabajos académicos descriptivos como el de Pere Ysas y Carme Molinero, “Productores disciplinados y minorías subversivas”. También resulta interesante el análisis del ascenso y la política del estalinismo que hace Aníbal Ramos, dirigentes del PORE, en su obra “Ensayo generall”.
[3] Discurso en el Pleno del Comité Central del PCE celebrado en Roma el 28 de julio de 1976, en Santiago Carrillo, “La difícil reconciliación de los españoles”, Planeta, 2011, p. 200.
[4] Como bien retrata Pilar Urbano, periodista de cámara del régimen del ‘78, en su último libro “La Gran Desmemoria”
[5] Ver debate “Érase una vez la Transición” en el programa Fort Apache, emitido el 26/12/2014.
[6] Josefina Martínez, «Si Podemos llega al gobierno, no perdonaría la deuda a Grecia», La Izquierda Diario, 25/02/2015
[7] Con la fusión de la LCR y el MC en 1991 nació el grupo Izquierda Alternativa. Se disolvió en 1993 y buena parte del sector que provenía de la LCR se mantuvo militando dentro de Izquierda Unida hasta 2008 en la corriente Espacio Alternativo. Ese año decidieron abandonar IU y fundar Izquierda Anticapitalista. En su segundo y último Congreso, en enero de 2015, votaron su disolución dentro de Podemos transformándose en asociación con el nombre de “Anticapitalistas”.
[8] Ver Josefina Martínez y Diego Lotito, “Syriza, Podemos y la ilusión socialdemócrata”, en este número de Contracorriente.